Gambra apunta que, cuando se idearon esquemas de industrialización de Navarra, su «Diputación» constitucional, que todavía parecía conservar un vestigio inercial del buen sentido de sus antepasados, «muy cuerdamente y como por un instinto histórico, proyectó polígonos industriales a través de todas las zonas de Navarra. Se trataba de que las familias, en lo posible, no abandonaran sus casas y medios agrícolas subsidiarios, y que dispusieran de puestos de trabajo fabril en puntos cercanos, al alcance diario de sus pueblos. Quizá no fuese éste el mejor sistema para un espectacular progreso industrial, pero se entendía que había otras cosas más importantes que preservar, cosas profundamente relacionadas con la Fe, la virtud, el carácter y la felicidad de los navarros. Frente a este plan, se han alzado, en la gran ciudad, Ayuntamientos [constitucionales] de tendencia socialista con planes y realizaciones de masiva concentración industrial y de crecimiento urbanístico que facilita esa concentración. Naturalmente, tales Ayuntamientos necesitan para ser y actuar el voto y el amparo de una población ya masificada, insensible al éxodo rural, al abandono de los pueblos y a las consecuencias morales y ambientales que ello comporta. […] Los manipuladores de esa opinión afirman que esos procesos –el de industrialización, el de su emplazamiento concentrado y el de masificación– son irreversibles. […] Nuestros tecnócratas socialistas [aducen] que los hechos actuales demuestran cómo, a la larga, [toda resistencia es inútil] y acaba predominando “el proceso económico inexorable”». Si bien, en efecto, acabó prevaleciendo de la mano de la red administrativa franquista el sistema tecnocrático de los Internacionales Financieros, Gambra insiste, con toda la razón del mundo, en la falacia de su «inevitabilidad», y nos recuerda que «lo que ha servido hasta aquí [i. e., el antiguo orden social cristiano del Viejo Régimen, destrozado por los sucesivos Gobiernos revolucionarios] para progresar y defendernos en la fidelidad, puede seguir sirviendo al mismo fin, con mayor motivo cuando los males que se trata de evitar son hoy los más graves, mortales para el alma misma del país [navarro] y para la libertad humana de sus gentes». Y concluye: «Tal es la dramática coyuntura actual de Navarra. Resulta penoso ver a una Diputación [constitucional] como colaboradora en planes socialistas […] y sus pueriles esfuerzos por ponerse a nivel, en la misma línea de objetivos, con el Estado y los Superestados que ya apuntan. Merece meditarse que la tal inexorabilidad de los procesos económicos no se ha puesto de manifiesto para nosotros hasta el momento preciso en que el espíritu derrotista ha calado en parte del clero (con su aggiornamiento) y en el Estado español [sic] (con su europeísmo). Y también que el efecto inmediato de este derrotismo foral ha sido una crisis económica y laboral muy superior a la del resto de España».
Conviene aquí puntualizar lo que ya dijimos en su día –a propósito del europeísmo debelado y criticado por Canals– en nuestra serie de artículos sobre «La política europeizadora de la dictadura franquista»: que esta línea de actuación del Estado franquista no era producto de un «derrotismo», sino aplicación normal de unas políticas inherentes a la esencia o naturaleza del dicho Régimen, las cuales vendrían a culminarse en la devastadora crisis económica iniciada a principios de la década de los setenta y a la que Gambra ya hacía referencia. El noble autor legitimista termina con un llamado a la esperanza, que, cincuenta años después, podemos seguir suscribiendo, a pesar de cumplirse sus vaticinios sobre el sometimiento definitivo de la «Diputación» constitucional «a los grandes Ayuntamientos “de masas”» y su entrega del régimen social-foral residual que había sobrevivido hasta entonces, «por inútil, obstaculizador y “anacrónico”». «La única cuestión –añade– para nuestros socialistas locales será si han de entregarlo al Estado español [sic] o al Super-Estado Europeo […] que su propia lógica interna ha de hacerles ver con mayor simpatía».
Quizás nos hayamos excedido a la hora de citar pasajes de este artículo, pero nos resultaba imprescindible para poner en evidencia esa «otra mitad» explicativa (aparte de la estrictamente religiosa, que no la negamos) del origen del envilecimiento progresivo (hasta venir a parar a los indignantes sucesos del último Sanfermín) de una nación o patria histórica, que, entre todas las demás españolas, se había destacado por conseguir mantener, en una comparativamente mayor medida, su estilo de vida familiar tradicional informado por la Fe verdadera, frente a los embates de la Alta Finanza y de los consecutivos Estados revolucionarios lacayos de aquélla. Nunca será bastante el seguir insistiendo en la denuncia del método capitalista fabiano como disolvente terriblemente eficaz de los restos de sanas sociedades tradicionales que todavía pervivían en el pasado siglo en suelo español en general, y en terreno navarro en particular, siendo sustituidas por un amorfo sustrato anticomunitario bien apto para la generación de frutos disociales.
Félix M.ª Martín Antoniano