El rey Alfonso VIII de Castilla y la cruzada de 1212 (y III)

Batalla de las Navas de Tolosa

El ejército cruzado y la liberalidad y prudencia del rey

Desde febrero de 1212 comenzaron a llegar a Toledo los cruzados y se congregó en la ciudad un gentío diverso que crecía cada día. En la octava de Pentecostés entró solo en la ciudad el rey Pedro de Aragón, porque había dado su palabra a Alfonso que ese día se reunirían en Toledo, y por cumplir su empeño se adelantó al ejército, que llegaría después. Llegaron también los arzobispos de Burdeos y Narbona y el obispo de Nantes, todos con multitud de peregrinos. De León, Portugal, Italia y Francia gran cantidad de infantes y caballeros. De Castilla toda la caballería seglar, los obispos y las milicias concejiles, armadas a su propia costa. También varios obispos y caballeros de Aragón y los maestres y freires de las órdenes de Santiago, Calatrava, el Temple y el Hospital. Faltaron sólo los reyes de Portugal y León, que tenían disputas entre sí y éste último con el rey de Castilla, pero no impidieron que lo hicieran sus caballeros y naturales ni violaron la paz entre cristianos impuesta por el papa durante la cruzada. Muchos venían con las manos vacías sin armas ni caballos y todos fueron alimentados y equipados a costa del rey y de las iglesias Castilla, que donaron el tercio de las rentas de aquel año para la campaña, y a los prelados y caballeros agasajó Alfonso con largueza. Y «aunque no era fácil de gobernar una muchedumbre tan abigarrada, tan distinta, tan opuesta, ni siquiera para el más paciente, sin embargo el noble rey con su gran corazón todo lo llevaba con tranquilidad, todo con quietud, todo con justicia […] ya que la virtud es maestra al diferenciar todas las costumbres, pudo dar contento a todos quien pudo concentrar en su persona las virtudes de todos y, como ciudadano de una sola patria, supo representar en su persona las costumbres de todos hasta el extremo de que ninguno echaba en falta las suyas (HEE VIII, iii)».

Defección de los ultramontanos, Dios reserva la victoria a los hispanos

El 20 de junio partió el ejército cruzado al encuentro del enemigo. Por el camino se tomaron las ciudades de Malagón y Calatrava y tras la conquista de ésta, poco antes de llegar a Salvatierra, esto sería ya en el mes de julio, la mayoría de los cruzados que había venido del otro lado de los Pirineos decidieron abandonar la empresa y volvieron a sus lugares de origen. El arzobispo de Toledo lo achaca a la envidia, inducida por Satán, pero no concreta más. El obispo de Osma es más benévolo y los escusa porque «solían vivir entre sombras en regiones templadas», la campaña se les hacía larga y no soportaban el calor meridional y ve en esto la acción de la Providencia, «que tan admirablemente proporcionó a España y principalmente al reino de Castilla que, al marcharse los ultramontanos la gloria de la victoria de la famosa batalla se atribuyera no a los ultramontanos, sino a los hispanos (CLRC, 29)». Hay otras interpretaciones, pero no es esto un estudio crítico sobre guerra medieval sino un florilegio de lo que cuentan las crónicas. El caso es que algunos prosiguieron la campaña, como el obispo de Narbona y el caballero Teobaldo de Blazón, que en cierto modo eran también hispanos, el primero por ser oriundo de Cataluña y estar su diócesis en tierras del rey de Aragón, el segundo por ser hijo de castellano. Prosiguió el ejercito su marcha y tomó el castillo de Alarcos y tras esa jornada se unió a la cruzada el rey Sancho VII de Navarra que, «aunque en un principio fingió que no quería venir, no enajenó del servicio de Dios la honra de su valentía cuando se aproximaba el momento crítico.  Y así la triada de los reyes avanzó en el nombre de la Santa Trinidad (HEE VIII, vi)».

Puerto del Rey

Buscaba Alfonso VIII el enfrentamiento campal con el del califa, en campo llano apto para las cargas de caballería. Sin embargo, aquel se mantenía tras los montes de Sierra Morena y cerraba los pasos y desfiladeros para obligar a maniobrar incesantemente a los cristianos en busca de una salida, agotarlos e inmovilizarlos entre montañas. Cuando parecía imposible hallar la forma de sortear el terreno escarpado y el califa creía tener ya copado al ejército cristiano ocurrió un hecho providencial. «Dios envió bajo la figura de pastor a uno (CLRC, 30)», «muy desaliñado en su ropa y persona (HHE VIII, viii)» que se presentó ante el rey y le indicó un lugar que hasta entonces nadie conocía, se llamó desde entonces Puerto del Rey, por donde el ejército cruzado pudo evitar las avanzadillas que desde lo alto le impedían el paso y así desplegar a todo el ejército frente al campo enemigo. «Se cree que no era un puro hombre sino alguna virtud divina (CLRC, 31)». Pudo ser un ángel, aunque la tradición posterior los identifica con San Isidoro.

Bajo los estandartes de María y la Cruz

«La víspera de la batalla el ejército cristiano se levantó después de la medianoche, en la hora en que Cristo, a quien daban culto, se levantó vencedor de la muerte, y tras celebrar solemnemente la misa, recreados con los vivificantes sacramentos del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Dios, fortalecidos con el signo de la Cruz, toman rápidamente las armas bélicas y gozosos corren a la batalla como invitados a un banquete (CLRC, 32)». El 19 de julio por fin se encuentran ambos ejércitos frente a frente en el llano de las Navas de Tolosa. «En los estandartes de los reyes figuraba la imagen de Santa María Virgen, que siempre fue patona y protectora de la provincia de Toledo y de toda España (HHE VIII, x)». El Miramamolín, resguardado en un palenque por una tropa escogida de eunucos africanos encadenados entre sí para garantizar que lucharían hasta el final por su señor, sostenía en sus manos el Corán. Avanzó el ejército cristiano buscando el encuentro frontal y evitando salir en persecución de las avanzadillas musulmanas, cuyos jinetes eran expertos en la táctica del tornafuye, o tronatrás, que consistía en simular la huida provocado la persecución por el enemigo para volverse sorpresivamente mientras los flancos, aprovechando la superioridad numérica, copaban a los perseguidores con una maniobra envolvente. Así había sido en Alarcos por lo que Alfonso sabía que era fundamental mantener el grueso del ejército unido en formación cerrada, “desplegadas las líneas, alzadas las manos al cielo, puesta la mirada en Dios, dispuestos los corazones al martirio, desplegados los estandartes de la fe e invocado el nombre del Señor, llegaron todos como un solo hombre al punto decisivo del combate (HHE VIII, ix)». La batalla se prolongó durante todo el día y hubo momentos en que pudo decantarse del lado musulmán pues estuvieron a punto de envolver a los cristianos, pero los flancos cristianos lograron finalmente rechazar a los infieles de forma que la caballería pesada del centro y las tropas de retaguardia pudieron lanzar un ataque frontal definitivo que desbarató las líneas enemigas.

Muchos eclesiásticos militaban en las filas del ejército cruzado. Su misión era el auxilio sacramental a los combatientes cristianos, confortarlos con arengas espirituales e inculcarles la recta intención del combate, pero también, llegado el momento, desenvainaron la espada. Caso singular fue el del canónigo toledano Domingo Pascasio, o Pascual, que cincuenta años después llegaría a ser arzobispo de Toledo y que entonces debía ser muy joven y portaba a modo de alférez de su prelado la enseña de la Santa Cruz y que, en el fragor de la batalla, atravesó las filas enemigas, plantó el estandarte en medio del palenque en el que la guardia negra protegía la tienda del califa «y allí tal como quiso el Señor, permaneció hasta el final de batalla sin que su portador, solo, sufriera daño alguno (HEE VIII, x)».

Deshechas las últimas filas musulmanas, el Miramamolín emprendió la huida, «a lomos de una montura entrepelada y llegó a Baeza acompañado en el peligro por cuatro jinetes (HEE VIII, x)». Esto marcó el fin de la batalla, aunque no hubo tregua hasta la aniquilación total de los enemigos. Entonces, el arzobispo de Toledo, se dirigió al rey Alfonso con las siguientes palabras: «Tened presente la gracia de Dios, que suplió todas vuestras carencias y que hoy borró el deshonor que habéis soportado largo tiempo. Tened también presentes a vuestros caballeros, con cuyo concurso habéis logrado tan gran gloria» y dicho esto, el arzobispo y los otros prelados entonaron el Te Deum (HHE VIII, x).

Recta intención y voluntad de martirio

Vencido y en desbandada, el ejército agareno dejó tras de sí un campamento lleno de cadáveres y riquezas. Los cristianos bien pudieran haberse dedicado entonces al pillaje y lograr alguna recompensa material a sus esfuerzos pero sólo unos pocos cesaron la lucha para entregarse al saqueo, la mayoría continuó la persecución de la hueste enemiga hasta que llegó la noche, muestra de la recta intención que les animaba en el combate, alentada convenientemente por el arzobispo de Toledo que había prohibido a los cruzados bajo amenaza de excomunión dedicarse a la depredación del campo enemigo si la divina Providencia les otorgaba la victoria. No escatima elogios el arzobispo al ponderar las hazañas de los combatientes cristianos, no sólo de los caballeros sino también de los hombres de a pie: «la arrojada valentía de los aragoneses», «la esforzada disposición de los ultramontanos», «la noble entrega de los castellanos», «la aguerrida rapidez de los navarros», todos capaces de afrontar aquella gesta porque «la gracia previsora había predispuesto de tal modo a todos que ninguno de los que tenían cierta fama buscaban otra cosa sino padecer martirio (HEE VIII, xi)».

Fin del tiempo de Gracia

Durante los ocho días siguientes a la victoria de las Navas, el ejército cruzado prosiguió su avance, tomó varios castillos, arrasó Úbeda y rindió Baeza. Entonces se desató una epidemia que diezmó tanto a hombres como bestias. Rodrigo Jiménez de Rada vio en esto el fin del tiempo de gracia que Dios había concedido a los que luchaban por su Causa, dice: «y como ya la gracia de Dios se estaba marchitando por causa de los excesos de los hombres, los cristianos, presa de su avaricia se dedicaban a los delitos y los robos, por lo que el Señor les colocó un freno en su boca (HEE, VIII, xii)». El rey y el ejército cruzado volvieron entonces a Toledo, «donde fueron recibidos no sólo por el clero sino también por todo el pueblo en procesión en la iglesia de Santa María Virgen entre grandes muestras de alabanza y estruendo musical en honor a Dios porque les había devuelto a su rey sano, ileso y con la corona de la victoria (HEE VIII, xii)».  

Conclusión

Alfonso VIII murió en 1214. Le sucedió en Castilla su hija Berenguela, que había sido repudiada por su primo Alfonso IX de León. A ambos sucedió Fernando III, el Santo, que en 1230 reunió definitivamente las coronas de Castilla y León, completó la conquista del valle del Guadalquivir y fundó los reinos de Jaén, Córdoba y Sevilla. Pedro II de Aragón, el Católico, murió en 1213, en la batalla de Muret, durante la cruzada contra los cátaros a manos de los cruzados franceses, porque no quiso faltar al deber de auxiliar y proteger a sus vasallos. Su hijo Jaime I sumó a la Cristiandad los reinos de Mallorca, Valencia y Murcia

Hemos querido, a través de las crónicas, en la exposición de unos hechos concretos, mostrar los principios que animaban a los hombres de una época: Dios, Patria, Rey. No hemos añadido mucho. Dios ha permanecido siempre igual desde el principio de los tiempos. La Patria, en su diversidad de reinos, lenguas y costumbres, se ensanchó progresivamente desde entonces. Los conflictos entre los reinos se superaron con la unidad dinástica en un solo Rey.  Son los principios en que se fraguó la Monarquía Católica que adquirió plenitud siglos después y fue baluarte del orden de Cristiandad, no los del Estado nación revolucionario que vino a subvertirlos. No se lean estas líneas pues con los ojos del nacionalismo patriotero liberal sino, asistidos por la Gracia, con los de la Fe. 

Javier Quintana, Círculo Hispalense