De la cruz al placer

Jóvenes en un concierto de «Hakuna» en Vistalegre. Foto El Mundo/Lowign

Estos días ha adquirido protagonismo el movimiento denominado Hakuna, a raíz de eventos propios de cierto relieve, así como por su presencia en algún medio sensacionalista. A medida que iba leyendo y escuchando los testimonios cercanos fui tomando en consideración la necesidad de un enjuiciamiento de esta realidad desde el prisma tradicional. Y no me refiero a autoerigirme en autoridad para ello, sino a contribuir modestamente a una respuesta fundada y necesaria.

Hakuna surgió como grupo al calor de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. Su fundador, José Pedro Manglano, fue miembro del Opus Dei, institución que abandonó para dedicarse plenamente a su nuevo grupo. La cuestión de Manglano, unida a sus libros de «espiritualidad», la dejo a un lado para no agrandar más de lo deseable estas líneas. Si alguien estuviera interesado, puede encontrar una crítica fundada a las novedades espirituales del fundador de Hakuna en las reseñas problematizadoras de Eduardo Vadillo Romero.

Sin obviar la importancia de estas observaciones, y adaptándome más un formato breve y conciso, estimo que el núcleo del problema de Hakuna es el naturalismo que permea todo. El naturalismo, entendido como la negación del pecado, o sus consecuencias en la naturaleza, lleva a ver en la naturaleza algo bueno en sí y de la que sale lo mejor del hombre. El naturalismo de Manglano y su obra se manifiesta en varios estratos.

Primeramente, la relación con el mundo. El mundo para Hakuna ya no es el enemigo del alma, sino destinatario del servicio de los cristianos («así aprendemos a vivir arrodillados ante el prójimo, ante la vida y ante el mundo»). La confusión de acepciones del concepto mundo parece cobrar aquí su importancia. Quizá por su origen en ambigüedades cercanas a ambientes en los que tradicionalmente se desenvolvió el nuevo fundador.

La concepción naturalista de la naturaleza no puede no incidir en sus relaciones con la gracia. La gracia presupone la naturaleza y la perfecciona, pero la confusión entre naturaleza, mundo y materia (entendida como «carne») trastocan una lectura católica. Por poner un ejemplo, no sería deber del católico abstenerse de lugares peligrosos para las almas, sino que, al negar la corrupción de la naturaleza por el pecado, entienden que las realidades no poseen más signo moral que aquel que los asistentes le otorguen. Esta concepción voluntarista y racionalista, por la que el hombre configura la realidad según las impresiones sobre la misma, explica en la presencia de los miembros de la asociación en lugares y momentos de difícil compatibilidad con una vida devota.

El voluntarismo y racionalismo llevan al epicureísmo del movimiento. Al dotar de contenido ético las realidades a través de la voluntad subjetiva, nada hay malo ni bueno fuera de lo que yo así lo estime. Esto, unido al naturalismo original, da pie a una mutación sustancial de la ética: el placer adquiere el papel de termómetro del bien. A través del siguiente razonamiento. Las cosas son neutras y yo otorgo el contenido ético de las mismas según mi concepción de éstas; siendo la naturaleza buena en sí, aquello que me deleita enfocado como bueno lo es y, siéndolo, agrada a Dios («Disfrutamos de todo ―aun de lo que el mundo desprecia― porque todo es bueno, y así glorificamos a Dios»). La reducción de la ética al placer o disfrute es una aportación ya conocida de la totalidad de escuelas liberales escépticas que, negando la recta concepción natural, acabaron dinamitando la concepción clásica de la perfección moral.

El epicureísmo lleva al vitalismo, siendo éste un elemento reseñable en la asociación. El disfrute, elevado a parámetro ético, produce una concepción de la vida tendente a la frivolidad, supuestamente santificada. De esta forma, la vida se enfoca como un estado en el que allí donde la persona fije lo bueno, allí estará, pudiendo hacer toda realidad deleite —¡y virtud!—: «Queremos hacer de la vida una fiesta, y hacer de las fiestas momentos de vida».  El vitalismo se expresa en que otorgan al término «vida» una acepción semi gnóstica, fruto de la concepción subjetiva que al plasmarse sobre las realidades las hace buenas o, como dirían, les da vida. A esto se le puede objetar la importancia de la abnegación, pero la concepción de la misma es falsa. El dolor se enfoca como un elemento más cercano a la autoayuda que a la ascética cristiana; esto es, el dolor es preciso asumirlo para que éste no imposibilite la capacidad de deleite, condición de la felicidad y la supuesta beatitud.

El epicureísmo, junto con el voluntarismo, tienen una de sus más trágicas consecuencias en la liturgia. La banalización e irreverencia del grupo es apreciable desde una perspectiva ontológica. Si es la «vida» lo que se busca, es decir, dotar de placer —ergo de bondad— las realidades, la liturgia no perfecciona sino en la medida en que así lo sienta (el placer, como sabemos, es una manifestación sensitiva). De esta forma, la autenticidad viene del sentimiento placentero, que precisa una música profana (no sagrada) y una espiritualidad afeminada, fuente de sensaciones múltiples. A esto es a lo que se puede denominar profanación litúrgica. La profanación no sólo se identifica con intrusiones violentas o robos eucarísticos. Profano es aquello que no es sagrado. Cuando lo profano entra en el campo de lo sagrado se da la profanación. Así las cosas, la liturgia no es la ya la oración de la Iglesia, realizada por Cristo a Dios Padre, sino la oración del hombre por la vías que éste considere más auténticas. Toda ontología y objetividad sobran, convirtiendo, por ejemplo, la Adoración eucarística en una sesión de terapia personal frente a un amigo, perdiendo de vista la adoración, reverencia y respeto debidos al Rey de reyes, fin principal del acto de adoración. Ejemplo de ello es la presencia de Cristo Sacramentado en conciertos, por ejemplo.

Por último, no quisiera obviar un análisis sociológico que estimo conveniente. Los integrantes de la asociación constituyen un gran elemento descriptivo de la misma. Primeramente, es manifiesta su ausencia de catolicidad, encontrando la práctica totalidad del grupo integrado por jóvenes cercanos al mismo ambiente socioeconómico, realidad sospechosa si se presentan como católicos. Además, el trato con ellos manifiesta, además de una enorme ignorancia sobre aspectos del Catecismo básico, una espiritualidad antropocéntrica e inmanente, que entiende la religión no como virtud debida a Dios, sino como mecanismo de autoayuda. Por ello, la religión se subdivide según el número de sus integrantes, pues el núcleo de la cuestión no es la criatura que sirve al Creador, sino Dios sirviente del hombre. De esta manera, se puede decir que Hakuna responde a una «religión» a la medida del joven contemporáneo: voluble, emotiva, no arraigada, sentimental, cursi, irreverente, frívola y tibia.

A modo de conclusión, debemos recordar que el catolicismo no tiene más raíz que Cristo, que permanece siempre. La mentalidad adanista y vanidosa de que es nuestra generación especial y precisa de innovaciones para dirigirse al Eterno Dios es ajena a la concepción católica de la vida. La mundanización del cristianismo potencia los grupos mundanos, pero son y serán flor de un día. Quizá ese día dura años, pero es finito. De esta manera, al Dios eterno ha de adorársele por los cauces que el Espíritu Santo ha revelado a lo largo de los tiempos a la Iglesia. La Tradición católica constituye el dique sobre el que se hunde la Cruz de Cristo, aquella que permanece fija frente al mundo alocado y voluble.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense