Un homenaje a una madre en Sábado Santo

A LA ANCIANA DE OCHENTA AÑOS NO SE LA PERMITIÓ CONFESARSE NI DESPEDIRSE DE SUS HIJOS

Grabado sobre el fusilamiento de doña Ana María Griñó, ejecutada por ser la madre del general carlista Cabrera

En este Sábado Santo, teniendo presente el sufrimiento y la soledad de la Virgen María tras la muerte de su Hijo en la cruz, recordamos y rendimos homenaje a María Griñó, madre del General Cabrera. En esta ocasión publicamos un artículo que J.E. Casariego dedicó a don Joaquín Bau Nolla, diputado carlista, de Tortosa, en el Parlamento liberal y republicano de 1936. Fue publicado por vez primera en el periódico carlista EL SIGLO FUTURO el día 5 de marzo de 1936.

***

I

El almanaque de lo español registró en este último febrerillo electoral y alocado de 1936. el centenario de un hecho que conmovió a Europa y contribuyó muy justamente a que se acrecentase la leyenda negra de nuestro triste siglo XIX; el fusilamiento de la madre de Cabrera. Fue tal suceso el más horroroso crimen político de nuestra historia, verdadera monstruosidad realizada en nombre de unos Ideales de falsa libertad y de falso progreso.

II

Ardía la guerra civil en toda España, dividida en dos banderías que se combatían ferozmente. A un lado, los paladines de la Tradición racional, formados en derredor del estandarte flordelisado de la vieja Monarquía católica y fuerista; al otro los mantenedores del liberalismo exótico, racionalista y centralizador, al estilo de Francia, con la bandera de los que desgobernaban en nombre de la niña Isabel.

En el año 1836, la lucha había llegado a su apogeo. En los primeros días de enero, la canalla liberal de Barcelona, capitaneada por los milicianos, cumpliendo secretos designios de la masonería, con la complicidad criminal de las autoridades, asaltó la Ciudadela y dio muerte en sus calabozos a más de trescientos indefensos prisioneros. Mandaba a la sazón el Principado catalán el general Mina, que con las bárbaras crueldades de gobernante manchó la limpia fama del guerrillero. Mina odiaba a los carlistas con toda su alma. Era un hombre rudo, simple, formado en la guerra, de la que tenía el mismo concepto total y feroz que cualquiera de aquellos sanguinarios caudillos de la antigüedad clásica.

Así se explica que para amedrentar a los que en el campo tradicionalista combatían, siguiese el procedimiento inhumano de encarcelar y maltratar a sus familiares. Las madres, las esposas, las hijas de los carlistas eran reducidas frecuentemente a prisión, donde penaban bajo la angustia de una constante amenaza de muerte.

III

En virtud de esta política de represalias estaba encarcelada desde 1834 la respetabilísima y virtuosa dama doña María Griñó de Cabrera madre del célebre general carlista don Ramón, caudillo vencedor que por aquellos días paseaba triunfantes las armas de Don Carlos desde las márgenes del Ebro hasta las puertas de Valencia.

Cabrera era de natural bondadoso, y hasta el día en que empuñó el fusil en defensa de la santa Causa del Altar, de la Patria y del Trono, no había sido otra cosa que ven seminarista tímido. Cuentan sus biógrafos que la primera vez que entró en fuego, al oír el zumbido de las balas se arrojó al suelo, presa de indecible pánico. Uno de sus jefes le reprochó la cobarde acción, y entonces él, reaccionando rápidamente, dicen que le contestó;

—Tiene usted razón, mi capitán. Le juro por Dios que jamás me volverá a pasar.

¡Y vaya si supo cumplir el mocito tortosino la solemne promesa! Desde entonces fue el más bravo entre todos los soldados del Rey. De proeza en proeza y ascenso en ascenso, alcanzó el más alto grado; el de general en jefe del Ejército Real del Maestrazgo. Contó las victorias por batallas y los éxitos por operaciones. Como un turbión, montado en su famoso caballo, echaba hacia atrás la boina de púrpura, dando al aire, como un guión de combate, su blanca capa, de pie el  cuerpo menudo sobre los estribos, con las bridas del corcel entre los dientes y en las manos la espada y la pistola, pasaba como un mítico guerrero de leyenda sobre las fértiles huertas valencianas, conquistando tierra y laureles para la Causa, como aquel caballero del romance de Alarcón.

«Pues doquiera que llevo mis pendones

¡Tierra que piso es tierra de Castilla!»

IV

Así estaban las cosas cuando el asesinato miserable de los primeros carlistas de Barcelona produjo como réplica varias expediciones de castigo por comarcas liberales. Tortosa fue una de las plazas amenazadas y hasta se llegó a decir que se tramaba una conjura para entregar la ciudad a los carlistas. Entonces se realizó el espantoso crimen. El brigadier Nogueras y el general Mina, rabiosos y despechados por los descalabros que les causaba Cabrera, decidieron vengarse en lo que todos los hombres quieren más; la madre. Y él infame Nogueras, liberal avanzado y masón de jerarquía, ordenó el fusilamiento, sin proceso formal, no como preceptuaban las leyes, sino por un simple oficio que dirigió al gobernador de la plaza de Tortosa, en el que se decía:

«En su consecuencia, ruego a V. S., por el bien que ha de resultar al servicio de la reina, mande fusilar a la madre del rebelde Cabrera, dándole publicidad en todo el distrito, prendiendo, además, a sus hermanos o hermanas… Lo comunico a V. S. para que lo haga saber por vereda a todos los pueblos del corregimiento, debiendo V. S. mandar fusilar a las mujeres padres o madres de los cabecillas de Aragón que cometan iguales atentados[1] que Cabrera.»

El documento llevaba fecha 8 de febrero de 1836. Mina lo confirmó, comunicando al gobernador de Tortosa en otro oficio «que llenara y cumpliera tan justos deseos» (textual), y el 16, es decir, ocho días después de la ilegal y monstruosa condena, fue fusilada. Tenía entonces doña María de Griñó ochenta años y estaba casi ciega.

Entre dos soldados la llevaron al suplicio, y como no podía tenerse de pie la sentaron en una silla. Frente formó el pelotón sonaron las recias voces de mando, cayó el sable del oficial y cuatro balas consumaron el crimen, cebándose en las débiles carnes de la anciana…

Pero esto, con ser muchísimo en horror, no lo fue todo, las autoridades liberales llevaron su crueldad hasta términos inconcebibles. Impidieron que su víctima recibiese los Auxilios Espirituales de nuestra santa Religión (aunque la acompañó un sacerdote de la cárcel al suplicio no le permitieron hablar con él ni comulgar), ni la dejaron hacer testamento, ni tan siquiera despedirse de sus hijos, ni escribir una sola letra a su hijo Ramón!

Cabrera, hijo amantísimo que sentía por su vieja madre un cariño sin límites, estuvo a punto de enloquecer de dolor. Una[2] ansia infinita de venganza se apoderó de todo su ser. Así comenzarían las represalias y la guerra sin cuartel. Y Cabrera, conde de Morella, general bondadoso y humano, no vivía desde entonces nada más que para borrar con sangre el recuerdo martirizado de la santa mujer que le llevó en las entrañas. Los escritores liberales, que no tuvieron nunca una palabra para el asesinato de Tortosa, re volvieron siempre implacables contra la venganza del hijo, designándole con un apostrofe que pasó a la Historia: “El Tigre del Maestrazgo».

[1] Los militares liberales y masones llamaban «atentados» a las víctimas de Cabrera.

[2] sic

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta