Proponemos como lectura este artículo publicado en el número 22310 del PENSAMIENTO NAVARRO el día 25 de mayo de 1971. Su autor es Francisco Canals Vidal.
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[…] Lo que nos interesa es plantearnos la pregunta, de plena vigencia para el presente y el futuro de España, por llena de sentido para la comprensión de su historia política, de la definición «tradicionalista» del hecho social y político del carlismo, y de la concreción «carlista» del tradicionalismo español.
Procuremos enfrentarnos a la cuestión con decisiva vuelta a las cosas mismas y evitando el enzarzarnos en palabrerías deformadoras.
Todo el mundo ve que merecen ser calificados como eminentes pensadores tradicionalistas hombres como el Donoso Cortés en su segunda época. Contemporáneamente ejercen influencia universal escritores tradicionalistas franceses, belgas, e incluso norteamericanos.
Esto no supone en modo alguno que fuese posible hoy en Francia o en los Estados Unidos de América una acción política de intención y contenido semejante al realizado en España por el pueblo carlista. Ni tampoco que pudiese Donoso Cortés realizar algo parecido en la España isabelina o en la Francia donde hizo explosión su genial «Ensayo».
Con el término «tradicionalista» se significa un sistema de pensamiento sociológico y político. Incluso se puede significar con este término no sólo una doctrina sobre lo político, sino también una actitud práctica ante la vida política.
Con las salvedades que deben hacerse siempre sobre los términos que concluyen con el sufijo «ismo» —nadie comprendería que en la liturgia de la misa se sustituyese el credo, profesión de fe cristiana y católica, por un acto de adhesión a los principios cristianistas y catolicistas— puede aceptarse que el término tiene su propia virtualidad. Personalmente me afirmo como tradicionalista y entiendo caracterizar así una doctrina y una actitud.
Por esto mismo un pensamiento tradicionalista sería incompleto, mutilado en el más estricto sentido de este término, si no alcanzase a decisiones fundadas en juicios concretos sobre la vida histórica y actual de la sociedad.
En España un tradicionalista que se definiese temática e intencionadamente como no carlista sería comparable a un irlandés que a fines del siglo XVII se hubiese definido como amante de su patria y católico romano pero «orangista». Esta actitud evidentemente le hubiese permitido la conservación de sus propiedades y cargos; pero es obvio que no hubiese sido conducente para la perseverancia de su nación en la fe católica y en su autenticidad irlandesa. Un «carlista» que se profesase «no tradicionalista» sería por su parte comparable a un irlandés «jacobita» protestante. Los «jacobitas» protestantes, en ninguno de los países que vendrían a formar el Reino Unido, tuvieron eficacia de ninguna clase.
Hemos querido aludir a estos ejemplos históricos para hacer intuible en lo concreto y singular lo que queremos decir, y sobre lo que convendrá reiteradamente volver: un tradicionalismo español sin carlismo se mueve en el orden de una consideración de la esencia sin la existencia, por afán de huir de lo concreto y singular.
Pertenece así un «tradicionalismo» al orden del saber especulativo-práctico, y no al de la vida política. Pero lo activo y eficiente no es la esencia ni el saber de la esencia, sino el ser de las cosas, lo que olvida el racionalismo político. Aunque tal vez, este tradicionalismo de principios y de esencias es precisamente, en el plano concreto y político, no ya un racionalismo, sino una desfiguración y traición enervadora.
«Tradicionalismo» de suyo significa la esencia y contenido del hecho carlista. «Carlismo» menciona la lucha española por la tradición en su concreción histórica y social. Un carlismo no tradicional es, por lo mismo, un hecho sin sentido. Un tradicionalismo español indiferente al carlismo es un sentido sin hecho. Un sistema de conceptos sin la fuerza y la eficiencia de lo que es.
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