Mejor llama al picapleitos

la serie expone la dinámica necesariamente hipócrita del positivismo jurídico

Mejor llame a Saúl

Entre las vanidades, las más enrevesadas trampas son las literarias, lo sean en primer o segundo grado. En ellas cabe perder los esfuerzos del entendimiento, y es fácil sugerir con ellas venenos en los espíritus, sencillos o complejos. En ocasiones, sin embargo, puede extraerse un punto de lucidez.

El mundo de los spin offs se renueva con la temporada final de Mejor llame a Saúl, que hoy se publica en diferido tras su estreno exclusivo. Sus tramas retuercen intrigas al estilo de la serie matriz. Pero a diferencia de aquélla, la acción se desenvuelve a manos de leguleyos, en corredores de juzgados.

No la encarnan sólo abogados engolados, aunque sí codiciosos. El protagonista, James McGill (Bob Odenkirk), da un tinte chabacano, trampero, vendehumos, una definición pelaire de la profesión. Se trata de un picapleitos en toda regla: hábil, y barnizado con esas maneras de vendedor ambulante tan típicas de los yanquis. Es, sin embargo, de procedencia católica (irlandesa), y sobre ese trasfondo sutil se contrastan elementos de interés.

Por encima de los trucos y números preparados, trascendiendo los timos, hay una lectura obligada en la oposición de Jimmy, o su esposa Kim, con los abogados más acicalados. Ninguno de los letrados guarda amor alguno a la justicia, sólo una sujeción a las leyes promulgadas. Una limitación puramente formal, externa, superficial y voluble.

Ése es el orden de cosas entre los tratantes modernos de la ley. De un lado, idolatran cualquier norma erigida en ley promulgada. Pero, de otro, su oficio consiste en rebuscar entre las costuras de los escritos legales, buscando vanos y puntos débiles. Esto lo hacen a fin de sortear o incluso ultrajar el espíritu de esa ley positiva. Eso sí, todo según el procedimiento legal.

La serie desarrolla este tema de modo sencillo: expone la dinámica necesariamente hipócrita del positivismo jurídico. Aunque ya quedó amortizada en anteriores temporadas, explota el tópico con mayor profundidad y matices en la relación crispada entre Jimmy McGill, renombrado Saúl Goodman, y su hermano mayor, Charles.

Éste, abogado brillante, es un positivista puro, ferviente fiel de la religión civil, que se halla resuelto a descomulgar a Jimmy. Y es que, más que su picardía, a Jimmy le distingue su desprecio por esa sujeción meticulosa a los procedimientos vacíos de una ley sin referencia a nada. Ley que hoy promulga condenando lo que mañana promulga promoviendo.

No por esto deja de ser un personaje disoluto. En él, aunque de otro modo que en el resto, aparece una marcada psicología personalista, de sello americanista. No sólo establece un cisma casi ontológico entre los ámbitos público y el privado de la vida. Todos los aspectos de la vida se postran ante el caprichoso orden privado del individuo.

Roberto Moreno, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid

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