Al final de su conferencia de 22 de diciembre de 1995 dedicada al gnosticismo (a la que ya nos referimos en nuestro artículo «El retorno de los gnósticos»), Rafael Gambra contaba una anécdota personal de cuando él era pequeño, de unos nueve años, en que oyó decir a una persona querida y que ya había muerto hacía tiempo, una mujer entendida en cosas de la Iglesia, que había leído que la idolatría de los últimos tiempos será que el hombre se adorará a sí mismo, algo que por entonces –continuaba relatando Gambra– todavía podía sonar como un despropósito o algo sorprendente, pero que ahora sí que se comprendía: era el culto al hombre, canonizado por el propio Concilio Vaticano II.
A este respecto, el gran filósofo legitimista navarro había recordado unos momentos antes las palabras del Papa Pablo VI en su Discurso de clausura del Concilio pronunciadas el 7 de diciembre de 1965: «La Iglesia del Concilio, sí, se ha ocupado mucho, además de sí misma y de la relación que le une a Dios, del hombre, del hombre tal cual hoy en realidad se presenta: del hombre vivo, del hombre todo ocupado de sí, del hombre que se hace no sólo el centro de cada interés, sino que osa decirse principio y razón de cada realidad. […] El humanismo laico profano al final ha aparecido en la terrible estatura y ha, en un cierto sentido, desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios. ¿Qué cosa ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, un anatema? Podía ser; pero no ha sucedido. La antigua historia del Samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha permeado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas (y tanto mayores son, cuanto más grande se hace el hijo de la Tierra) ha absorbido la atención de nuestro Sínodo. Dadle el mérito de esto al menos, vosotros humanistas modernos, renunciantes a la trascendencia de las cosas supremas, y reconocedle nuestro nuevo humanismo: también nosotros, nosotros más que todos, somos los cultores del hombre».
El espíritu que impregna los textos del Concilio, ya no tiene a Dios y sus derechos como la máxima realidad suprema a la que todo lo demás debe estar subordinado, sino que ellos se encuentran sinuosamente reorientados fundamentalmente hacia la persona humana como nuevo protagonista principal, o, en todo caso, situado en un plano de autonomía con respecto al Creador. Romano Amerio, en su obra póstuma Stat Veritas (1997) –apéndice final de su obra magna Iota Unum (1985)–, expone varias muestras de esta novedosa dirección pastoral del Concilio mientras va glosando diversos pasajes de la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente (1994) del Papa Juan Pablo II.
Así, por ejemplo, en la Glosa 5, criticando el acento posconciliar en la redención del hombre como finalidad primaria de la Encarnación, comenta (citamos la edición traducida por Carmelo López-Arias, 1998): «El Verbo se ha encarnado, ante todo, no para salvar a los hombres, sino para reparar el pecado contra el Padre, el honor de la majestad del Padre ofendido por el pecado del hombre, reparación de la cual el hombre es incapaz». «Como fondo de todo nuestro misterio se debe situar en primer lugar la idea de la justicia de Dios, no la de la salvación del hombre». «Decir “religión de la redención” es distinto que decir “religión de la expiación”: mientras que redentor se refiere a los hombres, expiación se refiere a la divinidad ofendida, y la redención es una consecuencia de la expiación». Y en la Glosa 15 hace referencia a aquel insólito enunciado de la Gaudium et Spes en que se afirma aquello de: «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma». Frase que, aunque la propia Constitución conciliar no lo indica expresamente, guarda íntima relación con aquella otra de Proverbios XVI, 4 (trad. Vulgata por Félix Torres Amat, ed. 1834): «Todas las cosas las ha hecho el Señor para Sí mismo»; si bien se trata de una relación opuesta, con sentidos diametralmente distintos en uno y otro pasaje: «la cita conciliar –comenta de nuevo Amerio– refiere al complemento objeto (“por sí misma”) lo que en las Escrituras pertenece al sujeto (“por Sí mismo”), invirtiendo su sentido». «Los Padres conciliares fuerzan el texto de las Escrituras a decir que el Señor ha creado todas las cosas, y al hombre mismo, por su valor intrínseco, por su intrínseca dignidad. […] El hombre no es un fin en sí mismo, sino un fin secundario y ad aliud, sometido al señorío de Dios, fin universal de la Creación. El error de los Obispos conciliares es muy grave, y en nombre del antropocentrismo hodierno menoscaba incluso las Escrituras […]. Constituye un hecho grave, gravísimo, que una asamblea de Obispos reunidos en un Concilio (por fortuna no dogmático, sino, como ellos mismos afirmaron explícitamente, pastoral) haya tergiversado un texto bíblico y toda la Tradición, la cual leyó siempre dicho texto en un sentido únicamente teotrópico (dirigido hacia Dios)».
Usando la terminología de Amerio, se podría decir que el Concilio ha promovido un nuevo enfoque general «antropotrópico» que reemplaza al sumo fin de esta vida humana sintetizado por Trento: honrar y glorificar a Dios buscando su Reino y su justicia, y, de esta forma, salvarse.
Félix M.ª Martín Antoniano
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