Doña Beatriz de Austria-Este

realizó uno de los más ardiente anhelos de su alma, pasando con verdadera delectación del mundo al claustro

Doña Beatriz de Austria Este

Entregó su alma a Dios el día 18 de marzo de 1906, en el convento donde vivía retirada, a la edad de 82 años. Había nacido el 13 de febrero de 1824; casó el 6 de febrero de 1847 con el Infante de España Don Juan de Borbón y de Braganza, más tarde, Juan III; tuvo a su primogénito Don Carlos, en Liubliana (Laibach, entonces Imperio Austro-Húngaro) el 30 de marzo de 1848, y a Don Alfonso, en Londres, el 12 de septiembre de 1849; dedicó los  mejores años de su vida a la educación cristiana, austera y esmeradísimo deber maternal; previa autorización del Papa Pio IX y consentimiento de su marido Don Juan y de la Familia Real proscripta, se retiró al convento de Carmelitas Descalzas del Graben, en Graz, el 18 de febrero de 1872, en donde no cesaba de hacer vida de penitencia y edificación rezando por sus hijos y por España.

La carta de Pío IX fechada en la fiesta de la Concepción Inmaculada de María, escrita en forma íntima y completamente privada, y dirigida, no a la Comunidad, sino a la Augusta postulante, alababa y bendecía sus propósitos, diciéndole en sustancia: «Hace perfectísimamente en retirarse, como huésped, a las Carmelitas, cosa que ya hicieron también otras señoras». A su Augusto marido Don Juan le escribió, diciéndole: «Si me lo permites, he decidido retirarme a vivir con las Carmelitas que están cerca de la villa de Seilern, donde habito; pero, naturalmente, iría como huésped y no como monja». A lo que don Juan contesto: «Por mí no hay inconveniente alguno; piensa sólo si será bueno para tu salud».

Cumplidas ambas formalidades, realizó uno de los más ardiente anhelos de su alma, pasando con verdadera delectación del mundo al claustro, y desde los esplendores de su posición altísima a la obscuridad y austeridades de una celda. Hija de soberanos, emparentada muy de cerca con emperadores, reyes y duques independientes, y perteneciendo por ella y por su marido a las dos más ilustres Casas del mundo, únicamente la fe más acrisolada, la piedad más sincera y la humildad más profunda pudieron inspirarla en el mundo la paz del alma y la verdadera  corona que Dios reserva a los que  voluntariamente se humillan para ser ensalzados en vida mejor que la presente.

Hallábase en correspondencia seguida con las Indias, con la China, con el Japón, con las Américas, con el mundo entero, todo para el bien de las almas, para propagación de las ideas religiosas y para el envío de socorros pecuniarios, siendo incalculable el bien que hacía espiritual y materialmente, en la medida de su fortuna.

Don Carlos consideraba a su augusta madre como su ángel tutelar y protector, y a ella acudía en la demanda de consuelo o consejos en las circunstancias todas críticas, negocios de trascendencia y amarguras de la vida; pero el grande amor o piedad filial que, como buen hijo, ha profesado a la autora de sus días, ha ido mezclado siempre con cierta veneración instintiva y semejante a la que se atribuye a los Santos.

María Campomanes, Margaritas Hispánicas

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