El magisterio de la Iglesia y el naturalismo económico (VI)

ESA CONCEPCIÓN UTILITARISTA E INDIVIDUALISTA DE LA ECONOMÍA NOS LLEVA A UNA IDEA DE SOCIEDAD PRODUCTO DE UNA NECESIDAD, QUE SE PRETENDE «NATURAL», PERO QUE NADA TIENE QUE VER CON LA VERDADERA NATURALEZA SOCIAL DEL HOMBRE

Todas las cuestiones que hemos ido introduciendo hasta ahora, en relación con la concepción moderna de la economía, rápidamente transpiran en dirección a la esfera política. No podría ser de otro modo, pues la economía es una vertiente de la vida social, y por tanto, no escapa a lo que tiene el hombre de naturalmente sociable, de zoon politikón.

Esa concepción utilitarista e individualista de la economía nos lleva a una idea de sociedad producto de una necesidad, que se pretende «natural», pero que nada tiene que ver con la verdadera naturaleza social del hombre, que es la asociación con la finalidad de la búsqueda de la perfección.

Frente a la concepción clásica de la vida social, en la que lo común trasciende y mejora lo individual, en aras al fin último del hombre, la sociabilidad «natural» que los modernos sostienen, tiene que ver con la mera necesidad de defensa del hombre, con el mero instinto de conservación y protección. Deja, por tanto, de lado, el tercer principio natural del hombre, que tiene que ver con la búsqueda de la perfección, de modo que pone la vida social, exclusiva del hombre, al servicio de los principios innatos compartidos con los animales, olvidando que si es hombre y es naturalmente sociable, lo es para perfeccionarse, no solamente para protegerse. De lo contrario, Dios nos hubiese creado meros animales irracionales, y por tanto, gregarios, nunca sociables.

Esto que, insisto, se proyecta como supuesta «sociabilidad natural» encaja a la perfección con la falaz concepción de la naturaleza en el pensamiento iusnaturalista moderno, que confunde lo natural con los instintos primarios de la naturaleza. Y, por tanto, no es causa de la sociabilidad natural del hombre, sino del más puro y frío contractualismo.

Como puede imaginarse, escaso o nulo espacio queda, en esta relación hombre-sociedad, para cualquier especie de justicia que no sea la conmutativa. La ley se establece, ya no para hacer a los hombres buenos, como probarían los clásicos, sino para garantizar bienes estrictamente individuales.

Por tanto, no hay deber de la autoridad política de distribuir lo común (bienes y cargas) de acuerdo con los méritos de los súbditos (justicia distributiva), sino que esa cuestión queda conmutada por lo que Smith llamó «benevolencia»; teoría que los considerados tradi-capitalistas pretenden acomodar al concepto católico de caridad. La tesis es sencilla: hay que cristianizar la sociedad capitalista para que la caridad complete lo que no es competencia (según ellos) de la autoridad política. Sociedad capitalista y sociedad cristiana son, pues, perfectamente compatibles, y lo que es más chocante, se necesitarían mutuamente.

El P. Gorosquieta Reyes, S.J., en su tesis doctoral acerca de la justicia tributaria en la segunda escolástica, pone de manifiesto el práctico consenso, entre los doctores de la época, de la necesidad de que la autoridad política asumiera, aunque fuese en parte (el resto lo hacía la Iglesia), de atender materialmente a las capas sociales más perjudicadas. La razón es simple: como la propiedad común (los recursos financieros de la sociedad), es en parte individual, y la individual, es común secundum quid, entonces es lícito atender, mediante las exacciones tributarias, a los pobres, huérfanos, enfermos o ancianos, como por cierto, desarrolla con cierta extensión el jesuita Juan de Mariana en De Rege et regis institutione.  Jesuita cuyo nombre ha sido adoptado, en cambio, para denominar a un conocido think tank liberal.

Alegarán que la caridad no es legalizable, es decir, que no se puede ejercer de modo coactivo. Pero la trampa es considerar que la atención a los necesitados es meramente de caridad. Olvidan que los Padres de la Iglesia repitieron hasta la saciedad que lo superfluo del rico se debe al pobre por justicia, no por caridad. Y como la misión del monarca católico es implantar y mantener la justicia en el Reino, no puede negarse esa misión como parte de su cometido, ya que, de algún modo, la comunidad política debe a los necesitados, por justicia, lo que les falta para atender sus necesidades básicas.

(Continuará)

Gonzalo J. CabreraCírculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

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