Combatiendo esta cosmovisión católica del mundo, Adam Smith introdujo la tesis de que la justicia distributiva no cae bajo el imperio de la ley, sino de la virtud moral. Olvidando de paso que el objeto de la ley es preceptuar actos virtuosos, al menos en aquello en que dicha virtud tiene proyección en la vida social. Dicho con otras palabras, Smith y todos sus herederos posteriores, asumen la tesis de que la llamada «benevolencia» no es más que el embellecimiento, por la vía privada, de la justicia conmutativa en su prisma social.
Las virtudes smithianas, al hilo de lo ya dicho, son virtudes en tanto en cuanto fomentan y sostienen la sociedad comercial. Orden, propiedad, tranquilidad, entre otros, ya no son medios para la perfección humana, sino para el tranquilo ejercicio de la actividad económica a través de la protección exclusiva de los bienes privados de los individuos. De ello se sigue una negación de las causas finales, al modo como la hiciera Francis Bacon, que las consideraba “vírgenes estériles”, en beneficio de las causas eficientes, cuya consideración exclusiva pertenece, de acuerdo con Santo Tomás, al mundo de los seres inanimados. Ese giro epistemológico que comenzó por las ciencias experimentales, no tardó en penetrar por los poros de la filosofía económica. Más recientemente, Ludwig von Mises dirá, refiriéndose a la racionalidad humana, que hemos de dejar en “la indecisión si para algo sirve el meditar o discurrir de dónde nos ha venido este don, esta gracia (sic) asombrosa”. Es de ver, en fin, que la mentalidad de la economía moderna es plenamente agnóstica.
Y esa misma mentalidad es la que la economía contemporánea ha heredado indefectiblemente como si del pecado original se tratase. El estudio de la economía moderna, así, se reduce al análisis de las sucesiones de causas y consecuencias. De ese modo, la vida social, que comprende la económica, se desarrolla según ese sistema de causas eficientes, conforme al cual ciertos instintos determinan ciertas conductas, que perpetuados en el tiempo, devienen costumbre, especie de selección natural del comportamiento que se erige como la nueva moral defendida por los liberales contemporáneos. Es el caso, por ejemplo, de F.A. Hayek, que defiende la tesis conforme a la cual el hombre no sabe por qué ocurren las cosas, pero tan sólo debe preocuparse de actuar con libertad (rectius, libre albedrío), siguiendo esa suerte de «instintos naturales», porque de ello se desprende el mejor resultado social posible.
Por tanto, la economía moderna se construye, parafraseando el título de una obra del conocido apologeta del liberalismo, Rafael Termes, desde la libertad (psicológica, no moral). Todos los bienes sociales, incluso la justicia distributiva, cuya consecución niegan a la autoridad política, se maximizan con tal que se conceda al hombre la mayor libertad de actuación posible, siempre, eso sí, que no dañe los bienes privados de los demás conciudadanos, pues en ese caso el sistema entraría en una paradoja sin solución. Se trata, por tanto, de una justicia mecanicista y maquiavélica, que si se cuida no es para mayor Gloria de Dios, sino del individuo.
(Continuará)
Gonzalo J. Cabrera, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia).
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