Es muy recurrente, común al punto de molestar, que en las diversas discusiones sobre los tan cromáticos temas que se ponen en duda en la modernidad, los hombres, sobre todo aquellos que defendemos las viejas, monolíticas y pétreas ideas rocosas de la Tradición, seamos tan asustadizos, complacientes o simplemente torpes para aceptar sin más, con pasividad y casi que blasfemia, que al poder nosotros ser libres de asistir a Misa, que al tener la libertad de criticar, levantar la voz, exponer y oponernos al Estado y las ideologías actuales, e incluso, que por tener el sendero abierto para ingresar a una plaza de toros, podemos asimismo aceptar que los errores del mundo transiten y se pavoneen vulgarmente frente a nuestras narices, que opinen y se hagan dogma; lo anterior sólo responde a una conciencia o inconciencia liberal en nuestro espíritu, a una apelación a la estulticia con mirada moribunda, a una posición de letargo donde las tonterías tienen el mismo nivel que la Verdad, es decir, que las sociedades decadentes modernas tienen el mismo derecho que los sanos principios heredados, que la tradición de los pueblos, que Cristo y su Iglesia.
Es desencajado escuchar que, como todo está permitido entonces lo nuestro también debe estarlo; esto, de una u otra forma, es invalidarse a sí mismo porque muchísimas de las cosas que están permitidas actualmente son nefastas y erróneas, ¿acaso lo que creemos es igual de nefasto y erróneo que todo lo demás? Esta pregunta es para un largo examen de conciencia, pues uno peca por omisión si es que busca ignorar el error que consume el bien como fuego infernal hasta tocar las puertas de las familias, las comunidades y la Iglesia misma; uno peca si es que cree que el mundo actual es igual al orden que nos heredó el pasado, el orden de los mayores, el orden funcional, el orden con la mirada altiva.
La sociedad, desde que el alma revolucionaria afrancesada tiñó de carmesí patético nuestra Patria, se ha visto en una debacle sin precedentes, en un olvido de los principios, en una realidad irrisoria que parió la democracia liberal; si nos fijamos, como bien evocaba Agustín G. de Amezúa a Donoso, «el Cristianismo es algo más que una religión, que un código moral, que un conjunto de ritos, que un vínculo de solidaridad humana; sobre todo eso, el cristianismo es un sistema de civilización completo»; el cristianismo, que tiró de las riendas de un animal como el hombre, que con tales capacidades racionales no se podía asemejar a la bestia anónima, ha llamado a combatir el error y a sobreponerse ante ídolos, pasiones, maldades y mezquindades, pero sobre todo esto: a sobreponerse a la barbarie.
Todos estos arrebatos, toda esta enfermedad pecaminosa que nos contamina, todo accionar vicioso, no son más que la inmersión de toda la comunidad en las aguas oscuras de la tolerancia sin delimitaciones, en el sentimentalismo fatídico, en el liberalismo que no defiende más que la libertad mezquina si no termina incomodando la mezquindad del vecino, en la cultura de la opinión donde la estupidez prima. ¿Hemos entonces de respetar, tolerar, ser transigentes con la anterior plaga que corroe la civilización? No. El único respeto abierto y tolerante que nosotros debemos tener, es el de los dos puntos cardinales del hombre: el del individuo concreto y el del espíritu humano, pues, como diría Nicolás Gómez Dávila, no hay que tener respeto por la zona media del animal opinante, menos, la del ser racional inclinado a la maldad.
La civilización la posee el cristiano con las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia Católica, es deber mismo llevarla al resto de hombres como se hizo durante las distintas misiones de antaño, es menester la intransigencia para afrontar sin indiferencia los tiempos actuales que nos atañen. Juan Vázquez de Mella hablaba de que el error y la verdad están destinados a repelerse en el intelecto; tener certeza de una doctrina verdadera genera necesariamente la negación del contrario, de no ser así, nuestro intelecto estaría plagado de embelecos y caos –cosa no muy lejana a la confusión del clero moderno–; así, la herejía siempre tuvo que permanecer fuera y lejos de la Iglesia porque evidentemente negaba la doctrina que el catolicismo profesaba, así, hay la necesidad de ser intransigentes con la maldad, con el error y la blasfemia; el carlismo es intransigente e intolerante porque la verdad lo es siempre; la tolerancia y la transigencia sentimentalista suelen hacer que la certeza que se adhiere a una doctrina se merme para complacer el error. Empero, la transigencia no debe ser desechada totalmente, más bien ha de ser tomada con pinzas, ella puede tener por objeto a los hombres, en este caso llamándolo perdón y siendo abarcado por la caridad; entonces, nuestra intransigencia irá acompañada por la caridad sin convertirnos en traidores y testaferros de la Verdad enseñada por Cristo ante las contingencias de la humanidad y de los Estados modernos.
Johan T. Paloma, Círculo Carlista de Santafé de Bogotá
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