Continuando con nuestra exposición, vemos que con el compendio de la Doctrina Social de la Iglesia y a partir de las encíclicas (Quadragesimo anno y Centesimus annus) que en su título rememoran la efeméride de la Rerum Novarum, se ha favorecido la creencia de que la Doctrina Social de la Iglesia nace en esta encíclica de tiempos de la industrialización y de que todo lo anterior es vetusto e inaplicable a nuestro mundo. Y no quiero decir que no sea importante conocer este magisterio reciente, pero no se funda en sí mismo, sino que se funda en la tradición y la vida bimilenaria de la Iglesia. Es necesario mirar cómo gobernaban y en qué fundamentaban su gobierno los buenos gobernantes en los tiempos de salud. Y es justamente a estos a quienes tenemos olvidados. Esto es así, a tal punto, que cuando decidimos mirar más atrás, ignoramos la Cristiandad y damos un salto hacia la antigüedad pagana: nada anterior a la Rerum Novarum, nada posterior a Séneca o Marco Aurelio. ¿Y la Cristiandad? ¿Y la Monarquía Católica Hispánica que evangelizó medio mundo y reinó bajo la bandera de Cristo para la salvación de las almas? Es absolutamente necesario para nuestros oscuros días bañarnos en la luz de aquellos.
Esta necesidad de dar luz sobre nuestros días a partir de tan sana doctrina se manifiesta también en toda la tradición hispánica, de la cual probablemente el emblema de Don Juan de Borja «et ardere et lucere» sirva de arquetipo: una vela que arde e ilumina con fuerza, «porque no solamente es menester arder interiormente con fe y caridad, sino en todas las ocasiones que se ofrecieren, dando luz y resplandor verdadero de sí». Cada uno según su estado, dice el emblemista, pero sin excusa porque Dios no pide imposibles, pues ninguna circunstancia histórica, social, familiar o subjetiva nos impide amar y resplandecer. Porque «No se enciende una candela para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, y así alumbra a todos los que están en la casa» (Mt 5,15). Así como hay que gritar el suave nombre de Cristo en la sociedad, así también hay que iluminar: tanto más alto cuanto podamos alcanzar desde nuestro estado para hacer desaparecer las tinieblas que nos rodean.
No es tarea fácil rescatar los pecios hundidos en las profundidades del mar, pero no estamos hechos para tareas sencillas, y los carlistas, además, ya tenemos callo. Si hay pecios que nos son tan nuestros, sea nuestro deber considerarnos pecieros de oficio, escafandristas en las aguas territoriales del Leviatán, rescatadores de herencias olvidadas, de tesoros propios mas olvidados, ignorados, ocultos bajo infinidad de tormentas provocadas por un modernismo que no quiere hacerlas visibles. Este Maelstrom ama la turbación, vive de ella, de la novedad, de ahogarnos en la violenta superficie antes de tragarnos en su remolino que nos lleva siempre hacia la misma tentación: «Yo te daré todo esto si postrándote me adoras» (Mt 4,11). El mundo nos ofrecerá todo si bailamos su baile, si no nos resistimos a las vueltas concéntricas del remolino maldito. Toca remar contracorriente, permanecer erguido y no arrodillarnos, como la roca firme del «Ferendo Vincam». Y erguidos solamente en la erectilidad de Cristo, sabiéndonos vencedores por Él nosotros que no podríamos vencer sin Él, porque todo es Gracia.
Como tradicionalistas, nuestro deber y único deseo es entregar lo que hemos recibido: transmitir la tradición. Y sí, es posible que la luz repentina genere molestia en unos ojos acostumbrados a la oscuridad, pero el problema no es la luz sino la oscuridad que comprendemos connatural a nuestros días. Constantemente nos encontramos interlocutores que se sienten denunciado por alguno de los artículos de nuestra fe y su concreción política histórica, pero es justamente para ellos para quienes debemos seguir iluminando y gritando el nombre de Cristo Rey. Reducir la sana y catoliquísima doctrina carlista a un diálogo de convencidos que nos aplaudimos mutuamente por la buena doctrina que tenemos, tan puros como insignificantes, sería traicionar el mandato de nuestro Señor. Pidámosle, más bien, que encontremos siempre interlocutores a los que molestar, para que a base de perseverancia puedan, con el tiempo, acostumbrarse a la luz y llegar a amar la sana doctrina de siempre, para mayor gloria de Dios y la salvación de sus almas.
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo, Círculo Tradicionalista Leandro Castilla (Arequipa)
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