Debido a la triste efeméride de hace dos días referida al vil asesinato del padre Ostolaza —quien en su homenaje nosotros, el círculo peruano lleva su nombre— por su lealtad a Don Carlos V se propone leer estos extractos del libro del profesor Fernán Altuve-Febres Lores «Los Conservadores», publicado el año pasado, que cubre en coordenadas generales la vida del deán:
«En 1820, la confrontación solapada de estos dos bandos abrió una profunda crisis política, la cual fue convenientemente aprovechada por los liberales que, con la ayuda de Inglaterra, invocaban el restablecimiento de la Constitución de Cádiz. Ellos alegaban que querían terminar con los excesos de los ministros, pero en realidad querían hacerse de todo el poder, como efectivamente lo hicieron gracias al golpe de Estado del general Rafael Riego, quien obligó al rey a reconocer la constitución del año 1812 y dio inicio al turbulento periodo conocido como el trienio liberal.
Entre las primeras medidas del gobierno revolucionario estuvo confirmar la detención del deán Ostolaza y su traslado preso a la Cartuja de Sevilla por haber firmado el Manifiesto de los persas de 1814, produciéndose desde entonces una segunda persecución. Esta vez sucedió a manos de los liberales, quienes no reconocían los derechos para aquellos que no fuesen de su partido.
A inicios de agosto de 1822, don Blas es puesto en libertad, pero no puede permanecer en su casa de Murcia porque esta ha sido reducida a escombros. Por ese motivo, decide retirarse a su finca de la localidad de San Javier, mas este alejamiento no le evitó los peligros, pues el 21 de ese mismo mes sufrió, en el interior de la finca, un intento de asesinato por parte de un grupo de radicales, quienes lo dejaron en estado de gravedad hasta el 27 de octubre del mismo año, fecha en que pudo regresar a la ciudad. Para 1823 este violento trienio liberal había encendido la chispa de la guerra civil en España y, ante tanta arbitrariedad, muchos pueblos habían organizado milicias conocidas como los voluntarios realistas, todas las cuales estaban reunidas bajo el nombre de Ejército de la Fe. Por su parte, Europa observaba con asombro los excesos que ocurrían en la península y las monarquías preparaban una fuerza para evitar que la anarquía se propagase. De este modo, se conformó un ejército denominado “los cien mil hijos de San Luis”, encabezado por la Francia borbónica, al mando del duque de Angulema, quien debía intervenir en España para liberar al rey Fernando VII de su cautiverio y restituirle sus poderes legítimos.
En abril de 1823, el ejército contrarrevolucionario cruzó los Pirineos y de inmediato estableció una regencia en Urgel para defender los derechos del soberano, quien estaba retenido por el gobierno liberal. Paulatinamente, los militares radicales vieron con sorpresa cómo la fuerza de intervención avanzaba a la capital sin encontrar ninguna resistencia popular, a diferencia de lo ocurrido en 1808 con la invasión del ejército revolucionario de Napoleón. En esta grave situación, el gobierno de Madrid decide retirarse a Sevilla, llevándose preso al rey. Para entonces ya se había ordenado nuevamente la detención de los más importantes enemigos del partido liberal. Así, el 2 de abril de 1823, Ostolaza vuelve a ser arrestado para ser enviado a Cartagena, donde es vejado y embarcado en el bergantín Jasón. Luego, es conducido y desterrado a las Islas Canarias, donde en octubre se entera de la feliz noticia sobre caída del Gobierno usurpador.
Es indudable que la gran fidelidad que demostró el ilustre proscrito, así como la gran popularidad que alcanzó, fueron razones que conmovieron al rey, quien ordenó que cesaran de inmediato las persecuciones y que el proceso iniciado malévolamente con las pérfidas acusaciones del hospicio de la catedral pasase al fuero competente. De este modo, resultó que, dos años después de un extenso examen a 53 testigos de descargo y de evaluar una abundante evidencia, el Tribunal eclesiástico de Cartagena, el 14 de septiembre de 1826, sentenció justa absolución de todas las injurias formuladas, tanto por lo pérfidos cortesanos como por exaltados liberales que quisieron mancillar lo más valioso que tenía un modesto sacerdote, su fidelidad a los votos de su sagrado ministerio.
Todos esos años de infortunio, persecución y difamación no hicieron mella en el alma superior del deán de Murcia, más aun, durante aquel tiempo de aflicción, su templanza y resignación se expresaron en escritos, en los que reafirmaba su fidelidad a la monarquía.
Así, se entiende que, en abril de 1824, en el sermón celebrado el primer año de la victoria de los cien mil hijos de San Luis, el canónico Blas de Ostolaza invocaba desde el púlpito que:
Sea vuestro realismo no gentílico y la francesa, sino católico y la española. Veaos yo tanto en la iglesia adorando a Jesús sacramentado, como en las plazas vitoreando al rey absoluto, y sea el respeto al sacerdocio el indicio cierto de nuestro amor al soberano y a la religión (Candel Crespo, 1981, p. 152)
A mediados de 1825, el malestar entre la oposición tradicionalista y el gobierno criptoliberal de Fernando VII se agravó a raíz de conocerse la derrota en la batalla de Ayacucho y la pérdida del Perú. Ante un peligro de alzamiento, el Gobierno, dirigido por el ministro Cea Bermúdez, se previno y apresó a los más connotados simpatizantes del infante don Carlos, como Ostolaza, quien entonces actuaba como su capellán, debido a ello, el 25 de julio de 1825, fue desterrado nuevamente a Batuecas. El temido pronunciamiento se produjo finalmente el 15 de agosto de 1825 al mando del general Jorge Bessieres (1780-1825), quien acusaba a los militares liberales de América de haber organizado una traición en favor de los ejércitos independentistas. El levantamiento era prematuro y el Gobierno real reaccionó con dureza, fusilando al jefe alzado el 26 agosto de ese año.
Pronto se multiplicaron las reuniones tradicionalistas que anunciaban su adhesión al infante don Carlos, estas llamadas “juntas apostólicas” dieron origen a lo que se empezó a denominar el “partido apostólico” y que conformaban líderes espontáneos, como la del guerrillero navarro Antonio Marañón, el Trapense, que llamaban a unir fuerzas contra los ministros del rey que lo tenían sometido a una política desacertada. Así resultó que, en 1827, se produjo el alzamiento catalán conocido como de los “malcontentos” o “agraviados”, en el que miles de campesinos armados pedían la restitución de la Inquisición para juzgar a los “herejes liberales”, 35 grave movimiento popular que obligó a Fernando VII a viajar a Barcelona en septiembre de ese año para contener con la real presencia el creciente poder de las juntas.
Mientras este drama dinástico se iniciaba y una guerra civil se anunciaba, en Murcia el deán Ostolaza se dedicaba a su labor apostólica y a sus notables obras pías. De esta forma, fundó un colegio para sordomudos y ciegos, y predicó ejercicios para la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Realizó todo ello acatando lealmente al monarca reinante a imagen de su querido discípulo: el infante don Carlos, heredero legítimo al trono de España.
Fernando VII murió finalmente el 29 de septiembre de 1833 y el Gobierno controlado por la camarilla de liberales consagraron la usurpación del trono a favor de la hija del fallecido, Isabel de Borbón. Esa es la razón por la que estalla en toda la península una guerra popular para restituir sus legítimos derechos a la corona a don Carlos, ahora rey con el nombre de Carlos V, cuyos seguidores se les ha venido a conocer como carlistas en oposición a los defensores de su sobrina, llamados isabelinos. Al estallar la guerra, vemos reaparecer en la historia a los generales realistas que participaron en la guerra de la Independencia del Perú y que recibieron el nombre despectivo de “Ayacuchos” por haber perdido el imperio español. En su gran mayoría, estos lucharán para sostener el reinado de hecho de la niña reina, quien actuaba bajo la custodia de su madre, la reina gobernadora María Cristina.
Al iniciarse la guerra carlista, Ostolaza pidió licencia en Murcia para salir en peregrinación a Roma, pero esto le fue denegado por el gobierno liberal que, poco después, dio orden de arresto contra él y otros clérigos. Los detenidos, sin conocer su fatal destino, fueron trasladados a la prisión de Valencia hasta que, el 6 de agosto de 1835, este recinto fue asaltado por las turbas exaltadas por los liberales.
Entre los mártires de aquella terrible persecución religiosa siempre quedará el imborrable nombre del deán Ostolaza, para quien creemos que no hay mejor homenaje que traer a la memoria las palabras de aquella devota monja agustina descalza, del convento de clausura del “Corpus Cristi”, quien escribió una sentida oración en recuerdo a su desaparecido director espiritual:
“Súplica que hace un alma desconsolada
a su difunto director,
y manifiesta su dolor
por la muerte injusta que le han dado
los enemigos de la religión católica
con estas expresiones:
santo mártir y padre de mi alma;
ya se ha concluido la carrera
de los grandes y extraordinarios padecimientos
que habéis sufrido en esta miserable vida
con tanta resignación y alegría;
ya habéis recibido el premio eterno
de vuestras persecuciones y calumnias y oprobios.
Ya os ha recompensado Jesu-Cristo
con la preciosa corona y palma de mártir…”»
(Candel Crespo, 1981, p. 222)
Círculo Blas de Ostolaza
Deje el primer comentario