Reacciones, amnistía y observaciones

ES DIGNA DE MENCIÓN POSITIVA LA REACCIÓN DE UN PUEBLO QUE SE RESISTE A NEGOCIAR EL BIEN COMÚN EN FAVOR DE LOS INTERESES PARTIDISTAS DEL GOBIERNO DE TURNO

Un hombre coge un contenedor frente a la policía en la confluencia entre las calles de Marqués de Urquijo y Ferraz, este martes. / CLAUDIO ALVAREZ

Las manifestaciones en contra de la amnistía están en el candelero. Están encontrando notable seguimiento y, al mismo tiempo, están siendo objeto de represión por la policía en distintos grados. Ambos hechos merecen alguna reflexión, por sencilla que sea.

En primer lugar, es digna de mención positiva la reacción de un pueblo que se resiste a negociar el bien común en favor de los intereses partidistas del gobierno de turno. Quizá sería excesivo traer a colación la inorganicidad revolucionaria en nuestro suelo, que diría Menéndez Pelayo, refiriéndose a la oposición sustancial de la modernidad con el ethos hispánico. Pero, pese a ello, parece que algún reducto de politicidad natural se resiste a ser disuelto.

La política, según la lección de Aristóteles, informa la sociedad y la ordena al bien común. Frente a la concepción «politológica» de matriz estadounidense, que somete la política a los intereses de una «sociedad» en permanente lucha, es la acción del gobernante la que educa (o maleduca) al pueblo. Por ello, han de analizarse con prudencia los hechos que están produciéndose ante nuestros ojos. Toda consigna presentada como «social» precisa de una causa formal, una razón que ordene el conjunto de elementos para encauzarlos a un fin. De ahí que la «sociedad» como bandera suela esconder una voluntad, bien para obtener un apoyo para sí o para derrocar a otra. A este respecto, se ha de extremar la precaución en el análisis, no de la reacción meritoria, sino de la voluntad de quien la ha «organizado».

Prescindir de la valoración de estas consideraciones implica el riesgo de prestar el apoyo a intereses individuales, camuflados bajo el bien común. Creo que, a estas alturas, la crisis originada por la amnistía evidencia el nihilismo de la constitución de 1978, más allá de la regulación y organización del poder desnudo, confundido con la política. Nos encontramos, a mi juicio, en una ocasión propicia para el combate por los sanos principios, siendo más sencillo mostrar las causas viles de un efecto vil, o los podridos frutos de un árbol en descomposición. Si las organizaciones que mueven las concentraciones, se muestren o no, salen en defensa del «orden» constitucional, no serán más que reacciones internas del sistema, que frena los abusos del mal para su posterior consolidación. Se trata, en otras palabras, de no desaprovechar una ocasión óptima reforzando los males que nos han conducido a la situación presente.

La otra cuestión que parece tener repercusión en los medios es la actuación policial en dichas manifestaciones. Por un lado, es claro que la violencia que amenaza el orden de la comunidad precisa una contención. La caracterización de los miembros de cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado como convencidos y fanáticos seguidores del Presidente del Gobierno es una caricatura. Sin embargo, no deja de sorprender el hecho de que la actuación coercitiva se encamine a las reacciones que claman contra la impunidad de la sedición, sustituyéndose el análisis de las siniestras implicaciones del «consenso político» por los abusos o excesos que puedan darse en cualquier concentración. Parece que los acontecimientos confirman que la concepción constitucionalista de la política, confundida con el poder, arrastra a los cuerpos y fuerzas de seguridad, reducidos a meros ejecutores del positivismo «jurídico».

Animo a los lectores a cuestionarse la razón de su descontento. La asunción del constitucionalismo, siendo coherentes, debería llevarles a aceptar las reglas del sistema que padecemos, esto es, la ausencia de todo orden moral que cualifique el ejercicio del poder, reduciéndose, por tanto, su regulación a efectos meramente procedimentales. En otras palabras, la «política» sanchista —como nos recordaba agudamente Manuel Sanjuán— responde al auténtico espíritu de la constitución, la imposición de un «consenso político» que asegure la gobernabilidad, o sea, el ejercicio del poder. Por el contrario, el reconocimiento del bien común exige la custodia de la pervivencia de la comunidad política, bien necesario para la perfección del hombre. Así, el orden moral cualifica intrínsecamente el poder, configurándolo según la finalidad exigida por la naturaleza de las cosas; la ley, por ello, ordena racionalmente al bien común. Si no fuere así, no puede ser más que una corrupción de ley, que exige reacción.

Espero que con estas reflexiones podamos orientar correctamente nuestra acción, evitando que, algún día, se diga de aquellos fervientes manifestantes: «Qué buenos vasallos si hubieran tenido buen señor».

Miguel Quesada/Círculo Hispalense

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