Otra película que hace una apología descarada del sí de las niñas, con menos fortuna aún que Brave, es la simpática[1] El violinista en el tejado. Lo que más me ha fascinado siempre del que es uno de los filmes más descaradamente sionistas de la historia del cine, es que, de manera totalmente imprevista, pero que no deja lugar a réplica, acaba por probar exactamente lo contrario de lo que pretende. Toda la película gira en torno a la pretensión, razonable y defendible, de las tres hijas del lechero Tevye, de un recóndito pueblecito ruso con su gueto y todo, de casarse conforme a sus deseos y no según los arbitrarios manejos de sus padres y de la celestina local.
Y todo eso está muy bien porque, si me han leído atentamente, yo no he dicho en ningún momento que haya que casarse sin amor y por motivos estrictamente racionales, sino que es perfectamente posible hacerlo. Y ello con la clarísima intención de excluir, por peregrina, la justificación del divorcio por un motivo tan rematadamente estúpido como que «se ha acabado el amor». Me parece estupendo y razonable que la gente se case si está enamorada y si está en condiciones jurídicas, morales, antropológicas, sociales y psicológicas de casarse. Dicho en otras palabras: me parece perfectamente fuera de lugar que la gente, por muy enamorada que esté, se case si ya está casada (el divorcio no hace desaparecer el vínculo matrimonial, eso es ridículo también); si se trata de dos varones o de dos señoritas; si se trata de dos parientes próximos; si se trata de un católico y un militante del Estado Islámico; si se trata de una persona normal y de un demente peligroso, etc. Porque el enamoramiento es posible en todos esos casos; pero el matrimonio, no.
El problema argumental de la película y de toda defensa del amor como garantía de la felicidad y de la estabilidad conyugal y familiar es un problema de poner el carro delante de los bueyes: es, he aquí la tesis, el matrimonio, el que puede causar el amor real y duradero, precisamente porque facilita las condiciones de su pleno y perfecto desarrollo, y no al revés.
Las tres hijas de Tevye (la ingenua, la idealista y la incauta[2]) tratan de persuadir a su padre de que casarse por amor será la mejor manera de conservar el amor que profesan a sus respectivos enamorados durante el resto de sus vidas. Que es exactamente lo que piensa la inmensa mayoría de la gente antes de casarse.
El problema es que eso del principio que puede motivar (accidentalmente) el matrimonio, sólo puede llamarse «amor» de manera analógica, cuando no directamente equívoca, pues se trata de un amor que no se ha aquilatado con años de las naturales y esperables dificultades que provoca la vida en común y que pueden, o bien fortalecer, o bien liquidar sin remisión ese sentimiento original, sea tácito y convenido o apasionado y novelesco. Porque la garantía del éxito en el matrimonio no depende, para nada, de la intensidad de los sentimientos con los que fue contraído.
El otro problema es que, aunque no sabemos qué depara el porvenir a los matrimonios recién horneados de las hijas de Tevye, sí que sabemos qué pasó con el sí que se dieron el lechero y su esposa Golde más de veinte años atrás. En un número musical que tiene lugar casi al principio de la película (y que cierra argumentalmente toda la discusión, como ahora se verá; lo que sigue no es más que un pretexto sentimental), Tevye, atenazado por el sentimiento de culpa de haber desposado a una joven a la que apenas conocía le pregunta a Golde: «¿Tú me quieres?». Ésta, como se trata de una película yanqui y, además, musical, le responde con una deliciosa letanía de «servicios prestados», una suerte de cuenta del Gran Capitán en clave conyugal: «durante años he cocinado para ti, he lavado tu ropa, he cuidado de tu casa, etc.» que le permite concluir, sin lugar a equívoco, «Si eso no es amor…». En ese preciso instante de la película y de su historia común y no antes, Golde y Tevye se dan cuenta de que se quieren.
Si se tratase de una película española, probablemente Golde habría respondido, con cierto orgullo castizo: «¿Tú que crees, imbécil?». El insulto, como los delitos económicos de poca monta, no se persigue de oficio dentro de la esfera familiar. Es más, en el caso del insulto, puede ser muy revelador de afectos profundos y depurados: quiero decir que, hace falta muy poquito afecto para casarse con «el amor de mi vida»; pero hace falta un montón de amor, y del bueno, para seguir casada «con este imbécil».
A lo mejor resulta que el amor, respecto del matrimonio, si es algo, se parece muchísimo a una finalidad.
Pío XII, Pío XI y dos mil años de inquebrantable firmeza de la enseñanza de la Iglesia nos impiden siquiera tratar de confundir o de equiparar los fines del matrimonio: no podemos decir, tampoco, que el amor sea el fin del contrato conyugal. Es un fin y, además, secundario. Escuchemos al Santo Padre: «El matrimonio, como institución natural, por disposición divina no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y educación de una nueva vida. Los otros fines, aun siendo intentados por la naturaleza, no se hallan al mismo nivel que el primero, y menos aún le son superiores; antes bien, le están esencialmente subordinados».
Lo cual tiene, claro, todo el sentido del mundo, y es una lástima que a la Iglesia se le olvide tan frecuentemente predicar una tan fantástica catequesis del vínculo conyugal. Porque poner el perfeccionamiento personal o la ayuda mutua o, si se quiere, el amor de los esposos como fin último del matrimonio, significaría una cosa tan absolutamente espantosa como que la procreación y educación de la prole no son sino un medio al servicio de dicho perfeccionamiento. En otras palabras, que yo y cada uno de Vds. no hemos venido a este mundo más que con la finalidad de incrementar el amor recíproco que se tienen nuestros progenitores. Y, visto así, la inmensa mayoría de padres y madres del universo mundo comprenderán perfectamente que el amor que se profesan es menos importante que sus hijos.[3] Aunque sólo sea porque, que yo sepa, nunca ha estado penado por la ley matar los afectos (que se lo digan a María Dolores Pradera y el Rosario de su madre), mientras que matar a los propios hijos, salvo que estos se hallen aún en el seno materno, suele estar bastante mal visto por la judicatura.[4]
La mayoría de matrimonios avezados que conozco, los que hacen gala con su misma existencia de contar con el constante auxilio de la gracia divina, acaban por darse cuenta de que, con el paso de los años y con el natural incremento de las dificultades (y de los motivos de querella y, a veces, de desprecio) que se van acumulando, resulta que se quieren mucho más de lo que se querían al comienzo de su singladura conyugal. Lo cual se revela de manera mucho más clara cuando hay hijos y, sobre todo, muchos hijos, de por medio.
Porque, si el matrimonio tiene como fin primario engendrar y educar buenos cristianos, lo normal es que quien tan sublime oficio desempeñan o lo sean ya o acaben siendo ellos mismos también buenos cristianos. Lo cual puede conseguirse sin amor recíproco, pero no, ciertamente, sin amor hacia esos bienaventurados en potencia que, de manera natural acabará engendrando el muto amor entre sus engendradores: como ser buen cristiano consiste en ser cada día un poco menos malo, lo normal, de nuevo, es que cada día, quienes tan divina función ejercen, se amen también un poco más.
Hace falta mucho coraje, aunque no necesariamente mucho amor, para contraer matrimonio hoy en día. Y hace falta muchísimo amor para alcanzar el fin del matrimonio que consiste, salvo ciertas excepciones que serán tratadas en otro lugar, en amar tanto a alguien como para ser capaz de darle todo lo que necesita para gozar un día del Amor sin término que procura la visión de Dios en el Cielo. En ese camino, lo esperable es que uno y otro de los progenitores se santifiquen también. Así, la familia es verdaderamente escuela de caridad, porque el matrimonio no es uno, ni bino, sino trino y es naturalmente difusivo, pues no tiende de manera egoísta a su propia conservación, sino que, como decía Bossuet, se fija como fin último «poblar el Cielo de bienaventurados».
Y, en ese sentido, el matrimonio es un Sacramento y es casi una vocación religiosa.
Quizás nunca tengamos un derecho estricto a preguntarle a alguien si nos quiere. O, tal vez, sólo posea este derecho quien asiste a los últimos instantes de vida de su cónyuge, porque a las puertas de la Vida ya no hay lugar para componendas ni medias verdades:
«― Entonces, después de todos estos años… ¿Tú me quieres?
―¿A ti qué te parece…?»
[1] En jerga gildiana «simpático/a» suele aplicarse a aquellas cosas que son ideológicamente criticables sin piedad pero que ameritan ciertas cualidades estéticas o narrativas reseñables (N. del A.).
[2] Lo comprenderán perfectamente viendo la película que, por lo demás, insisto en recomendar.
[3] Lo cual, por cierto, es un argumento que destruye radicalmente toda posible legitimación de la «adopción por parte de “familias” LGTB», cuestión en la que no ha lugar entrar ahora pues que, recordamos, nuestro tema es el MATRIMONIO.
[4] Lo cual, por cierto, podría conducirnos a interesantes consideraciones sobre por qué a José Bretón le cayó la perpetua por matar a sus dos hijos mientras que, si su mujer se hubiese limitado a abortarlos antes de nacer, lo más que podría haber pasado habría sido una condecoración al mérito ciudadano de la Junta de Andalucía. Y sí, la comparación es brutal y desproporcionada. Pero ni más ni menos que el aborto mismo.
G. García-Vao
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