Hace unos días Rodrigo Fernández nos daba cuenta de un magmático congreso en torno a la unificación de la Hispanidad en Cartagena de Indias. El autor señala agudamente las limitaciones de una concepción hipotecada con las ideologías modernas, que, a este respecto, formulase Monroe con desarrollo irregular hasta nuestros días. En otras palabras, Rodrigo Fernández apuntaba con acierto la distinción entre lo hispánico y lo «hispanista», si se me permite esta distinción que ahora pasaré a comentar.
Lo hispánico se refiere a la concepción que alumbró la continuidad de la Christianistas maior por la Christianistas minor, que diría Elías de Tejada. La Monarquía hispánica –cuyo nombre técnico y no «beato» fue la Monarquía Católica– se constituyó como salvaguarda del orden medieval en un contexto en el que Europa –de la mano del protestantismo, el maquiavelismo, el bodinismo y el hobbesianismo– hacía presencia. No sería hasta la irrupción del liberalismo con la invasión napoleónica de la Península cuando el corpus mysticum hispánico fue sustituido por su imitación europea o moderna, con las consecuencias por todos conocidas a ambos lados del Atlántico.
La reivindicación hispánica lo es, pues, de aquello contra lo que la revolución se postuló, de la realidad política que la modernidad negó, haciendo de su negación una pretendida sustancia que, por negativa, ha sido mutante desde entonces. Dicha reivindicación, por su parte, ha de partir no sólo de loas y alabanzas a hechos y empresas áureas, sino a la continuidad de las Españas truncada por el liberalismo. Los saltos, en este caso, son sospechosos. Rafael Gambra señalaba, en crítica a los fascismos, que remontarse a pasados legendarios obviando las instituciones que los continuaron respondía más bien a la justificación de un modelo ideológico que a la piedad que exige la restauración legítima.
Esto último nos conecta con el «hispanismo». Su distinción de lo hispánico puede entreverse por su sufijo, con olor típicamente ideológico. Lo común a las ideologías es la pretensión prometeica de sustituir la realidad de la cosas por la concepción subjetiva que de ellas posee el sujeto pensante; la idea, en otras palabras, de modificar la realidad para encajarla en un mundo pensado a priori. Observando las ponencias y ponentes del congreso previamente citado da la sensación de que nos encontramos ante un congreso por la unidad de los «hispanistas», o sea, antihispánico.
La razón estriba en que la noción ideológica de lo hispánico es su refutación y perversión, pues la nota característica de lo hispánico ha sido la encarnación política de la resistencia al racionalismo ideológico moderno o europeo. Los hispanistas observan el hecho fáctico de lo hispánico a través de las lentes de sus respectivas ideologías, convirtiéndolo en objeto de sus ensueños subjetivos. Así las cosas, los serviles al nuevo «orden» ven en la gesta hispánica la «primera globalización», pretendiendo una conexión con la expansión mundial de la revolución y la monarquía hispánica; los materialistas contemplan las grandezas fácticas de las instituciones, ocultando el ánimo evangelizador de las mismas; los nacionalistas pretenden una unión de Naciones soberanas, ahondando en el cáncer tan ajeno a lo hispánico que ha supuesto la Nación política; los gnósticos persiguen una suerte de espíritu cifrado y esotérico que vendría a sobreponerse a otras civilizaciones «no iniciadas»; la lista es interminable, pero la seriedad de este medio me obliga a detener la enumeración.
La prueba de estos errores «hispanistas», tan ajenos al mundo hispánico, se encuentra en la caracterización sintáctica que se le concede al término. La concepción hispánica lo emplea, como se aprecia, de manera adjetiva; lo hispánico se refiere a la concreción hispánica del orden social cristiano, proyectado desde la conversión de Recaredo hasta las conquistas de la última provincia de las Españas, ceñidas todas por la fe en el mismo Dios y la lealtad al mismo rey. La Hispanidad, tornada ahora en sustantivo, no deja de ser un concepto de sustitución, que es colocado en lugar de la Monarquía hispánica. El empleo del término es, pues, operativo a referirse a lo sustituido, y no a convertirlo en una realidad diferente.
La Hispanidad, pues, alejada de su significación política –o sea, la Monarquía hispánica–, es la sustantivación de la noción ideológica de los «hispanistas». Y es que el racionalismo precisa de entidades no existentes en la realidad a las que les concede la capacidad transformadora de la auténtica realidad; o al menos eso pretende. Lo hemos visto con términos como «Nación», «Pueblo», etc., parece que ahora le toca a la «Hispanidad».
Miguel Quesada/Círculo Cultural Francisco Elías de Tejada
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