Humor- ¡Qué cosas se ven, don Pero!: La madre del P. Lonergan

Fotograma de la película «El hombre tranquilo»

El avisado lector que haya tenido la desgracia de haber dado con esta columna hace ya algunas semanas, sabrá de sobra que las aparentes obviedades de «El hombre tranquilo» sólo son eso, aparentes. No obstante, esta aparente tautología, lo es. Pero no estamos aquí para hablar de Lógica, más bien de asuntos que carecen, escandalosamente, de ella.

Volvemos con «El hombre tranquilo», sí, aunque hoy no vamos a hablar de sacos de dormir, sino de madres. Ya saben: no hay más que una, cada quien tiene la suya etc. Según todos los indicios, Irene Montero es una. Es más, en terminología jurídica me atrevería a decir que la maternidad de Irene Montero es lo que se conoce como hecho notorio, es decir, que no requeriría ser probado en juicio, caso de que alguien quisiera hacerlo valer como prueba (para qué quisiera hacer alguien tal cosa, no tengo idea).

La escena es una de las peticiones de mano más absolutamente divertidas de la historia del cine (incluso yo quitaría «del cine» de la frase). El bruto de Will Danaher, durante la celebración que sigue a la boda de su hermana Mary Kate con el forastero Sean Thorton, como ha sido sutilmente persuadido por ciertos notables vecinos de que puede contar con los favores de la rica viuda Tillane, declara su intención de cortejarla con efecto inmediato. El preludio, que es todo un canto, algo torpón pero entrañable, a la importancia de las mujeres en nuestras vidas, nos ofrece estas líneas:

«- ¿Qué es una casa sin una mujer? ¡…Incluso el P. Lonergan tuvo madre!»

«- ¿Qué se creía?», le responde el reverendo.

El P. Lonergan, cierto, le responde con un mohín algo hosco. Quizá por la perogrullada, quizá porque no le hace demasiada gracia que Danaher mencione a su, seguramente venerable, madre; tal vez, simplemente, porque prevé el desenlace tragicómico del discurso. Nada grave, como sabemos. La película se resuelve en la más perfecta de las armonías y con una lección de lo que es la verdadera tolerancia religiosa de la que, tal vez, hablaremos más adelante.

Sin duda hay gente, incluso fuera del cine, que ha tenido relaciones complicadas con sus madres: hay también, incluso, madres desnaturalizadas, malas madres y otros muchos especímenes poco recomendables. Madres, todas ellas, sin embargo. La maternidad, es cierto, sobrepasa ampliamente la pura fisiología; pero la pura fisiología ya justifica que hablemos de madres y no de señoras con pasajero, por ejemplo.  Podemos pensar incluso en la peor de las madres (la «mala madre químicamente pura»): que ha tenido a su vástago como consecuencia de uno de esos, aparentemente frecuentísimos, accidentes en los que la gente mantiene relaciones de tipo conyugal «sin querer» (otro día hablamos del embarazo no deseado y del concepto jurídico de dolo eventual); madre por accidente que, además, ha intentado asesinar a su hijo en su seno con pildoritas abortivas y otras técnicas criminales sin que la criatura haya sufrido daño alguno; que casos se han dado. Que, superado el [completamente arbitrario] límite temporal marcado por la ley para abortar, decide renunciar a su hijo y ponerlo en venta a disposición de una pareja de dos señores que «quieren tener hijos» (otro día hablamos de la adopción por parejas homosexuales y el clásico refrán castellano «no se puede estar en Misa y repicando»). Incluso, añadamos circunstancias concomitantes aún más indeseables: la madre no ha tenido ningún cuidado de dejar de fumar ni de beber y consume cualquier clase de alimentos sin moderación ni precaución alguna, siéndole completamente indiferente el daño que pudieran causarle al hijo de sus entrañas. Nace, al fin, la infeliz criatura y la mala madre ni siquiera se despide, entregándola como un paquete de Amazon a los traficantes de bebés entusiasmados padres.

Creo, aunque puedo equivocarme, que a ningún ser humano de este planeta (también llamados personas, personos y persones) se le ocurriría darle a esa desnaturalizada criatura otro nombre que el de «madre» (aunque se admiten variados y más o menos ofensivos adjetivos). Y ya estaría el argumento: la que preña, la que carga y nutre a la criatura durante meses y la que le trae, en medio del dolor, a este valle de lágrimas, se llama «madre». Independientemente de qué tipo de madre sea. Evidente, ¿no?

¡Error! El argumento se basa en la premisa, cada vez menos verosímil, de que el ser humano es un animal racional. Y estamos descubriendo, no sin estupor, que los Ministerios de Igualdad de nuestro pequeño asteroide errante están poblados de seres siniestros en los que, al menos, falla una de las dos partes de la definición aristotélica: por su desenfreno y su constante y desabrida entrega a sus más bajas pasiones (que encima pretenden despertar en el resto de la población, cuanto más joven, mejor), hay muchos que no tienen nada de racional. Por su total desprecio a los cuerpos (que, según ellos, son cosas que se tienen, cuando los católicos siempre hemos pensado que cuerpo es una cosa que se es), otros tantos parecen ser puras Razones etéreas que se pasean por el mundo, flotando sobre pestilentes nubes de pedantería, entretenidos en interminables y alambicados ejercicios de autodeterminación de género, de especie y de otras cosas.

Así, escarbando en ese lodazal pútrido que se llama la Ley Trans y del que aún no conocemos más que los primeros esbozos (elaborados por aquellos monos del sótano de que les hablaba hace unas semanas), descubrimos que, en adelante, ese palabro macabro, esa fascistada desfasada, ese arcaísmo ultramontano eso, en fin, de llamar «madres» a las madres va, por fin, a acabarse: las madres serán, desde hoy, «cónyuges gestantes» -caso de ser cónyuges- o «progenitores gestantes».

Voy a pasar de puntillas sobre lo que me parece más gracioso de esta supuesta «conquista del feminismo» (del feminismo no terfo, claro): y es que, si madre es una palabra de género bien femenino, ni cónyuge ni progenitor lo son. Progenitora gestante no resolvería el problema con las señoras-que-se-quieren-señores y que han concebido en sus masculinas matrices. Empiezo a entender a Lidia Falcón: las reivindicaciones trans son mucho más peligrosas para el feminismo que el (supuesto) patriarcado.

Pero volvamos a nuestra escena, re imaginada según las directrices progresistas del Ministerio de Igualdad:

«-…¡Incluso el P. Lonergan tuvo progenitor gestante

Ante semejante afrenta, no hay más que una respuesta:

«-¡Tu madre!»

G. García-Vao