Nación y nacionalismo

Sepulcro de Alfonso de Cartagena. Capilla de la Visitación, Catedral de Burgos

El nacionalismo es una ideología que, aunque se pueden rastrear ciertos indicios de su origen a lo largo de la Edad Moderna, surge y se desarrolla de manera formal y definitiva dentro de la atmósfera revolucionaria que caracteriza el paso hacia lo que se conoce como Edad Contemporánea. Más en concreto, aparece al calor del movimiento cultural del Romanticismo, dándole el sentimiento nacionalista una consolidación y raigambre más fuerte a la nueva concepción de la nación que la simplemente teorizada o especulada por los intelectuales ilustrados. No hace falta recordar aquí el complemento perfecto –por encima de su aparente oposición– entre las dos corrientes (ilustrada y romántica) en que cristaliza externamente el movimiento (anti)jurídico y (anti)sociopolítico revolucionario o liberal que va a permear toda nuestra época hasta hoy.

A su vez, el movimiento nacionalista se va manifestar en dos líneas o tendencias principales: 1) una, que podría denominarse centrípeta o centralista, encaminada a fusionar y absorber anteriores comunidades políticas históricas, con una enraizada y tradicional personalidad moral multisecular, disolviéndolas en una nueva «entidad política superior». Ejemplos característicos de esta modalidad nacionalista lo constituyen los llamados «procesos unificadores» de las naciones alemana e italiana (1870); 2) la otra línea o tendencia, que podría designarse como centrífuga o independentista, promueve la exaltación de las distintas naciones que configuran e integran una determinada estructura sociopolítica que les da unidad y cohesión, destruyéndola por disgregación de los distintos cuerpos morales que la componen. Uno de los casos más paradigmáticos de esta segunda forma de nacionalismo se puede ver en la Corona austro-húngara, tras la I Guerra Mundial (1918), al amparo del llamado «principio de las nacionalidades». No faltan tampoco en ambas tendencias, a veces, inclinaciones «imperialistas» con ánimo de fagocitar a territorios vecinos.

La manía racionalista de desvirtuar y exorbitar conceptos que tradicionalmente ayudaban a conjugar y armonizar las distintas partes y aspectos ricos y variados de la realidad, servirán ahora para provocar y fomentar, artificial e innecesariamente, una continua confrontación sin fin entre irreconciliables porciones ideologizadas (o falsificadas) del mundo. Hegel, apurando todas las ideas implícitas del racionalismo, teorizará el «eterno conflicto» como necesidad «natural» explicativa de toda la existencia, al cual deberá ajustarse también la conducta de los hombres; pues, no en vano, todo «derecho» natural racionalista se reduce, en última instancia, a un puro y simple voluntarismo irracional e inagotable.

El suelo español ha sido amplio campo de experimentación tanto para la modalidad nacionalista centrípeta (con propensión a falsificar los elementos generales o unitarios propios de la Monarquía), como para la centrífuga (distorsionando, en este caso, al efecto, las estructuras peculiares y distintivas –sociopolíticas y culturales– de cada Reino histórico). Pero el término secular de nación nunca encerró en sí ningún impedimento para su aplicación a distintas comunidades territoriales interrelacionadas. La palabra nacional se entendía como sinónimo de natural de un territorio, fuera el que fuese. Así se estimaba, por ejemplo, en el siglo XV, cuando en el (semiválido) Concilio de Constanza se dictaminó (de manera novedosa y antitradicional, todo sea dicho) que los artículos se votaran por naciones, estando la nación española compuesta por las conocidas cuatro Coronas de Castilla, Portugal, Aragón y Navarra. Así se infería también del famoso discurso –perteneciente al género de las Laudes Hispaniae– de Alfonso de Cartagena en el conciliábulo de Basilea, acerca de la preeminencia de la Corona de Castilla sobre la de Inglaterra (Septiembre 1434). En él pondera la mayor extensión territorial de la Corona castellana: «Ca, desde Cartajena e regno de Murcia, que es cerca del mar Mediterráneo, fasta Viscaya e Gallisia, que son en la ribera del mar Océano, e desde el río que disen Ebro, que parte a España la de allende de España la de aquende, fasta la villa que en fecho e en nombre se llama Finisterre, donde es el postrimero fin del occidente, todo es subjecto a su corona real». Y al encomiar su pluralidad de gentes, añade: «Quanto es a lo segundo, de la fermosa diferencia de las gentes, el regno de Castilla sobrepuja a Inglaterra magnifiestamente, ca so el señorío de mi señor el Rey ay diversas nasçiones e diversos lenguajes […]. Ca los castellanos e los gallegos e los viscaynos, diversas nasçiones son e usan de diversos lenguajes del todo».

Félix M.ª Martín Antoniano