De dodos (y VII): De dodos, tortugas y gatos de Cheshire

El gato Risón

A estas alturas de la cacería, nuestras queridas Margaritas ya habrán incluido en su suculenta sección de gastronomía de la Hispanidad varias recetas para preparar el dodo de la forma más apetitosa posible; sólo nos falta el vino, aunque maridar el dodo no es cosa fácil. Pese a mi innegable afecto hacia el vino, nunca me ha dado por la enología pero tengo varios amigos y parientes que saben de vinos (la manera no pedante y castellana de decir «enología»), y creo que esa es la política acertada. Un amigo que sabe de vinos, cuando le invitas a cenar didi a la vizcaína, no te dice: «Espero que tengas un buen Château de la Haute Pedantaie de 1917 para acompañarlo» sino; «No se te ocurra comprar vino, que tengo un Vega Cerdeña que te va a encantar». A un amigo que sabe de vinos se le puede preguntar qué servir en una cena de postín y te dirá, muy amablemente y con todo detalle: «Ve a la tienda Tal, pregunta por Mengano, dile que vas de mi parte y pídele una botella de Cual de su mejor añada». Es extraordinariamente fácil comprar vino cuando uno sabe adónde ir.

De hecho, saber a dónde ir es extremadamente útil en toda empresa, y si no, pregúntaselo a nuestra vieja amiga Alicia cuando, perdida y llorosa otra vez, tras un encuentro con los pérfidos momeraths del que ya hemos hablado, se topa con el inefable Gato-desmontable, Risón o, en la novela, de Cheshire (la inexplicable mutación de su nombre quizás se deba al carácter particularmente risueño de Cheshire, que vendría a ser como el Lepe de la campiña inglesa, N. del A.). Mientras el felino hace malabares con su cabeza (me gustaría poder decir que en sentido figurado), la infeliz Alicia trata de sonsacarle qué camino ha de tomar para poder salir del bosque.

«Eso depende de adónde quiera ir». Como a Alicia le da igual, pues sólo quiere salir del bosque, el gato le responde, con una lógica implacable: «Entonces tampoco importa qué camino tomes».

Pasa lo mismo con el Progreso: nadie sabe dónde está, pero todos parecen estar de acuerdo en que se encuentra «adelante»; así, con una falacia sutil, diremos que cuatro dodos que pasten en un mismo punto siguiendo los cuatro puntos cardinales caminan en la misma dirección, pues los cuatro van «hacia adelante». O, si lo prefieren, en esperanto teológico modernista: «todas las religiones son verdaderas porque todas buscan a Dios».

Hemos llegado hasta aquí para afirmar categóricamente que el carlismo no es un dodo; tampoco un perturbador Gato de Cheshire (o de Ikea). A falta de opinión mejor fundada, yo diría que el «espíritu animal» del carlismo –si es que esta última frase tiene algún sentido– es la tortuga. He aquí mis poderes:

Al carlismo se le acusa de ser desfasado, de antiquísimo, de desacompasado al ritmo de los tiempos: en una palabra, de lento, desde el punto de vista del rapidísimo devenir de los pueblos y de sus ideologías. No hace falta decir que un proyecto político tiene más probabilidades de éxito cuanto mejor pensado y anclado a la realidad de las cosas esté (la realidad natural y «realmente real», no necesariamente la realidad fáctica) y para hacer ambas cosas hace falta tiempo. La lenta y pausada tortuga es así el más longevo de los animales. (Cierto que existe una especie de almeja islandesa multisecular, pero como yo profeso abiertamente el especismo, considero mucho más dignos los quelonios que los bivalvos).

Al carlismo se le ha reprochado ser tan ideología como cualquier otra postura política o, en otras palabras, estar tan infectado de retórica contrarrevolucionaria como cualquier otro partido; no: el carlismo, si toma «conciencia de sí» en el siglo XIX (dándose, incluso, un nombre) es porque se hizo necesario entonces y sólo entonces sacar las plumas y las espadas para defender un orden social cristiano e hispánico que hasta entonces se daba tan por supuesto que no había hecho falta ni bautizarlo. El carlismo no es la ideología contrarrevolucionaria de ciertas castas angustiadas por la pérdida de sus privilegios de clase; no es, ni siquiera fundamentalmente un participante en una lucha, ya armada, ya dialéctica; es una protesta con carácter de autoridad dirigida por la Ciudad Católica a los deletéreos zapadores de 1789. Como una tortuga que, despierta de su pacífica siesta por la disonante chirinola reinante en el gallinero dodil, saca su cabeza para protestar, sencilla pero vehementemente: «¡Eh! ¿Pero qué descalzaperros es éste?».

El carlismo, como la tortuga, posee un caparazón: sólido, resistente y protector. Como la Iglesia contra la cual no prevalecerán las puertas del infierno; pero un caparazón de tortuga, por duro y sólido y siempre igual a sí mismo que sea, no es una piedra inerte (los caparazones de malaquita se los dejamos a los poetas). Como la calcárea taracea de un caparazón de tortuga crece armoniosamente y, sin cambiar nunca su trama original, va perfilándose y clarificándose, así la Santa Madre Iglesia va presentando, cada vez con mayor precisión, los contenidos del depósito de la Fe. Es ésta (en injustificable síntesis) la única acepción aceptable del peligroso sintagma «evolución homogénea del dogma»: ¡No, claro que el caparazón ni su trama esencial cambian, tampoco su color! –nos dirán los teólogos ultraconservadores de la corriente ratzingeriana– «¡Claro que lo que ayer era verde y amarillo sigue siendo verde y amarillo! Es sólo que nos hemos puesto unas gafas de color violeta con pintas naranjas para hacerlo más interesante a los ojos del mundo moderno.» «¿Y para qué hacen una cosa tan tonta?» – preguntará un hombre razonable (católico o no).

«¡Claro que el caparazón puede pasar de verde y amarillo a violeta con pintas naranjas! Es más, sucios fascistas, ¿quién habla de un rígido caparazón?» –intervendrán airados los «teólogos» (¿sociólogos?) neofrancisquistas– «¡No hay caparazón verde ni violeta alguno, sino un rutilante unicornio azul!». (sí, como en esa canción de ese cantautor cubano).

¿Acaso no es razón que, ante este desolador panorama, el carlismo llore su eclesial desamparo?

En fin, contra la creencia popular, las tortugas no se alimentan solo de lechugas y fresones, y hay especies carnívoras de una rara violencia. Como el carlismo, que hubo de pasar de ser un semi-inconsciente modo de vida católico e hispánico a disponerse en orden de batalla y poner en marcha el Requeté.

Cuando uno piensa hoy en carlismo piensa, primero (por la proximidad temporal) en el combate doctrinal: en esa sana y robusta filosofía política católica contra la que nada pueden, en lo esencial, esas ideologías fofas, multiformes y venéficas [sic] que llamamos los liberalismos. O sea, como la reina de las tortugas, el carey, que recorre océanos enteros librándonos de esas molestas medusas.

El carey viaja por el mundo entero con tanta confianza como parsimonia; con un espíritu análogo, quizás, al que acompañó a fray Junípero en California, a Orellana en el Amazonas, en fin, a todos los que hicieron la Gesta de las Indias; a Gabriel de Castilla hasta los confines meridionales de la mar; a Legazpi en Filipinas; a Elcano, por todo el orbe; a Urdaneta en su viaje (y tornaviaje).

Si las medusas bogan a merced de las corrientes, los dodos no gozan de mayor libertad de movimientos (pues ya no existen). La tortuga es lenta, quizá, pero puede decidir adónde ir. Conviene para ello, saber de dónde se viene. Y mucho más aún, saber adónde se quiere ir:

¿Hacia Dios (y hacia la Monarquía hispánica) o hacia la ONU y la Pachamama?

G. García-Vao