El dinero y el sistema de precios (III)

¿por qué esta resistencia a la idea de que el sistema de precios no es autoliquidante?

Hoy publicamos el tercer capítulo del discurso pronunciado por C. H. Douglas en Oslo, el 14 de febrero de 1935, a S. M. el Rey de Noruega, S. E. el Ministro Británico, el Presidente y Miembros del Oslo Handelsstands Forening (Club de Comerciantes). La segunda parte puede leerse aquí

***

Esto, en mi opinión –y en la de cualquiera que aprecie su verdadero significado–, es una prueba indisputable de que el actual sistema de precios financiero, no simplemente no es autoliquidante, sino que es decrecientemente autoliquidante. También sabemos que, de hecho, en esos tiempos de auge a los que se refieren los economistas como prueba de que es autoliquidante, el ritmo de aumento de la deuda es mayor que en tiempos de depresión: de modo que en realidad, incluso en tiempos de auge, no hay justificación ninguna para decir que, en algún momento del ciclo comercial, el sistema de precios sea autoliquidante.

Ahora bien, esa cuestión es en verdad muy importante. Cuando estuve en Australia el pasado año en una corta visita a la mayoría de los Estados australianos, se podía entrar en cualquier banco de Australia y te daban unos libros muy bien encuadernados por valor de 4 Coronas para probar que todo lo que yo decía sobre este tema era un sinsentido. Los argumentos usados para enfatizar la teoría autoliquidante eran, algunos de ellos, tan infantiles y absurdos que fueron rápidamente retirados. Por supuesto, podría preguntarse: ¿por qué esta resistencia a la idea de que el sistema de precios no es autoliquidante? Y si se puede probar, como en efecto se puede probar, que no es autoliquidante, ¿por qué no aceptar el hecho y actuar en consecuencia? La respuesta es doble.

La primera razón es que, si fuese cierto que hay siempre existente poder adquisitivo suficiente para comprar los bienes, entonces debería ser cierto que el pobre es pobre porque el rico es rico, y de ahí se seguiría que el método correcto de tratar con la presente situación sería gravar al rico para que el dinero sea dado al pobre.

Ahora bien, no estoy familiarizado con –y no debería, por supuesto, presumir poder comentar acerca de– las finanzas públicas de Noruega; pero, en lo que a Gran Bretaña concierne –la tributación en Bretaña es, pienso yo, el doble de gravosa que la de cualquier otro país en el mundo–, más de la mitad de su tributación está en conexión con aquello que se llama deudas nacionales, préstamos de guerra, títulos consolidados, y cosas de ese tipo. Si uno investiga los hechos en torno a la propiedad de estas deudas mundiales y préstamos de guerra, los encontrará preponderantemente en manos de grandes instituciones financieras. Uno tiene al instante una muy buena razón de negocio para las enormes cantidades de tributación si la mitad de ellas se destinan al servicio de los préstamos nacionales que están en manos de grandes instituciones financieras: esto, como ordinaria proposición de negocio, resulta obvio. Es todavía más obvio cuando uno considera que estas deudas fueron realmente creadas en un primer momento por las instituciones financieras mediante el préstamo de ese dinero a los Gobiernos, y la recepción a cambio de grandes bloques de títulos nacionales que las instituciones financieras reciben por nada.

Ésa puede parecer una declaración más bien asombrosa, pero uno puede entenderla mejor si considera las compras de oro por el Banco de Inglaterra. El Banco de Inglaterra entra en el mercado de lingotes y compra lo que se llama oro por valor de un millón de libras. Toma el oro y gira un cheque sobre sí mismo. Ese cheque fundamentalmente –aparte del coste de mantenimiento de empleados, etc.– cuesta exactamente el papel y tinta con los que ha sido escrito. Esto se acepta como pago por las personas que venden el oro, no porque represente el valor del oro, sino porque, cuando ese cheque se ingresa en otra cuenta bancaria del país, se puede hacer uso de él en pago de bienes y servicios suministrados por el resto del país, de modo que, en lo que al Banco de Inglaterra concierne, ello es simplemente equivalente a escribir cifras sobre un trozo de papel.

Eso también es verdad en relación con la creación de la deuda nacional, y el proceso no es distinto. El Banco de Inglaterra obtiene el oro, pero el sistema industrial realmente realiza los pagos en bienes y servicios. En el caso de las deudas nacionales, los bancos obtienen los títulos-valores y el país produce la riqueza sobre la cual éstos constituyen un título. Además de eso, se tiene el hecho de que siempre hay un déficit de poder adquisitivo disponible. Este déficit tiene que atenderse en mayor o menor medida, de forma que el proceso pueda continuar; y la cobertura del déficit mediante la creación de préstamos constituye, por supuesto, el principal negocio del sistema bancario. Es el negocio mediante el cual, en última instancia, todo el conjunto de cada país –sus industrias, sus préstamos, sus instituciones (me estoy esforzando en usar las frases más conservadoras)– ha de matemáticamente entrar bajo el control de las instituciones financieras. Esto es así, ya que sólo ellas tienen la posibilidad de atender estos déficits de poder adquisitivo que tarde o temprano deben ocurrir en toda relación de negocio.

Ésa es la posición que existe a día de hoy, y me he detenido en ella en una extensión considerable, porque, si la he dejado clara –y me doy cuenta que el cuadro no es tan fácil de dibujar, y debe ser un cuadro particularmente difícil de aprehender cuando se lo escucha en una lengua extranjera–, si les he dado a ustedes una idea de esta situación, se habrán dado cuenta de que ésta tiene dos lados, y es en verdad muy difícil decir cuál es el lado más importante. Ésta tiene –se podría decir– primero el lado técnico, en donde tienes un sistema que está operando mal, y que, bajo las actuales condiciones, debe continuar operando aún peor. En segundo lugar, tienes un enorme interés creado en posesión del más poderoso monopolio que haya conocido toda la Historia del mundo: el monopolio –tal como lo llamamos– del crédito; el monopolio de la creación y del trato en dinero, contra el que cualquier otro monopolio palidece en la insignificancia… y que está determinado a usar toda arma para retener este monopolio.

(Continuará)

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta