Crónica de la octava Jornada tradicionalista de Valencia

La doctrina tradicional propone una unidad no homogeneizadora sino enriquecida por la diferencia orientada al bien común

Asistentes a la 8ª Jornada tradicionalista de Valencia

El pasado domingo 14 de mayo, en la ciudad de Valencia, tuvo lugar la octava jornada tradicionalista del Círculo Alberto Ruiz de Galarreta, en que nos reunimos para tratar el capítulo séptimo, «corporaciones y totalitarismo», de la obra imprescindible de D. José Miguel Gambra La sociedad tradicional y sus enemigos. Rezada la oración compuesta por el Doctor Común para afrontar el estudio, comenzamos la sesión dividiéndola en dos partes diferenciadas.

En la primera de ellas recordamos que el hombre es un animal social. Lo vimos en el capítulo segundo. En el sexto vimos que el hombre vive en muchas sociedades, lo que le ordena a muchos bienes comunes a su vez englobados en el bien común de su patria terrena con vistas a la celestial. Desde este prisma, ¿qué observamos en la actualidad? Dos tendencias contradictorias: el globalismo tendente a la constitución de un Estado mundial y la proliferación de regionalismos independentistas tendentes a atomizar la koinonía global de Estados. En este sentido, parece que o elegimos un gobierno o muchos. Conclusión falaz porque se supone un conflicto entre lo uno y lo múltiple, el cual, aunque insoluble para la Modernidad, no es problemático para la tradición.

La doctrina tradicional propone una unidad no homogeneizadora sino enriquecida por la diferencia orientada al bien común. En este mismo capítulo vimos que, contra el liberalismo, aceptamos la existencia de sociedades naturales indiferentes al pactismo: familia, vecindario, hermandades, ciudad,… polis o patria. La polis es la sociedad perfecta en tanto que comprende los recursos necesarios para que las sociedades por ella comprendida consigan su bien común y particular. Además se pertenece a ella velis nolis, con todo nuestro ser, por extensión natural de nuestra familiaridad; y porque ella es capaz de integrar armónicamente nuestra pertenencia a toda otra sociedad (familia, vecindario, región) sin necesidad de suprimirla. En la tradición, lo uno y lo múltiple se integra armónicamente. ¿Cómo es posible? Al gobernar de acuerdo con el principio de subsidiariedad y el principio de totalidad. Primero, ¿qué es gobernar? Conducir al bien común. Y se lleva al bien común desde el principio de subsidiariedad cuando se establece un ámbito de relativa independencia en que los poderes inferiores deben y pueden procurar el bien común de su sociedad inferior, aunque ayudados —completados o, en caso excepcional, suplidos— por los poderes superiores. Por su parte, por el principio de totalidad la actividad de las sociedades inferiores debe subordinarse al bien común completo de la comunidad política.

La Cristiandad es la civilización del gobierno capaz de integrar los principios de subsidiariedad y totalidad. En ella, el Rey coordinaba a las partes sin tratar de eliminarlas ni absorberlas. Permitía y favorecía la vitalidad de las sociedades menores; y así, como una savia nutrida desde las raíces, esta vitalidad informaba al resto de la sociedad de la patria, vitalizándola respecto a la consecución de su bien común integrador de los distintos bienes comunes a su vez integradores de los bienes particulares. El gobierno cristiano no sólo cohesionaba los miembros de las sociedad, sino que al conferir legitimidad y poder a las sociedades naturales, proporcionaba multitud de poderes legítimos de origen natural, capaces de cercar y encauzar al poder superior.

Y a la legitimidad, derechos propios y poderes reconocidos a estos cuerpos sociales básicos es a lo que llamamos fueros. Los fueros son, en rigor, la única garantía contra el totalitarismo. La Modernidad de suyo conduce al totalitarismo, ya sea de corte militar, ya sea por el despotismo tiránico de las mayorías sobre las minorías en las democracias. Las primeras se sustentan en una sociedad fanática del partido; las segundas, en una infantilidad caprichosa y gestionable por los medios de (in)comunicación masivos.

Ya en una segunda parte, otro correligionario nos recordó que los clásicos del carlismo, e incluso los autores realistas o pre-carlistas, ya desde el siglo XIX, siempre han distinguido entre la constitución orgánica de las patrias, propia del desarrollo natural de las tradiciones, frente a la constitución formalista, mecánica, derivada de apriorismos ilustrados impuestos desde arriba sobre la realidad social.

Ahora bien, conviene puntualizar: la tradición política católica emplea el término organismo metafóricamente, no al modo fascista que aplasta la diferencia con su totalitarismo monolítico en pos de un pretendido bien colectivo que termina siendo el «bien» de los dirigentes del Estado. Expulsados los principios de subsidiariedad y totalidad, por una u otra vía, el Estado impone una homogeneidad abstracta, irreal, a la vez que absorbe las distintas esferas de poder inferior. Como resultado, tenemos a un individuo que a efectos institucionales no tiene ni familia, ni vecindario, ni región, ni hermandad gremial; y sólo se tiene a sí frente al Estado. Un Estado que lo ha reducido a número que trabaja, consume y vota. Frente a esta situación cruelmente clara, el tradicionalismo asume el peso de lo social, sus tensiones, y lo integra, impidiendo que, fagocitándolo todo, se eliminen los vínculos del hombre con sus sociedades. Así se salvaguarda la auténtica dignidad de la persona, que siempre es un ser concreto: un hijo, un padre, un vecino, un prójimo concreto, con nombre, apellidos y vínculos.

Tras el acostumbrado coloquio —que en esta ocasión se centró en discernir la subsidiariedad auténtica en el contexto de la maraña de desnaturalizaciones que amenazan hoy con usurpar nominalmente este principio clásico— los asistentes fueron obsequiados con un breve texto de Juan Fernando Segovia, publicado en la revista VERBO, en el que sintetiza y glosa el pensamiento del maestro Juan Vallet de Goytisolo sobre «la constitución orgánica de la nación».

Círculo Tradicionalista Alberto Ruiz de Galarreta

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