Ante el regio trompeteo que anuncia la inminente llegada de la comitiva del Rey y la Reina de Corazones al centro del laberinto en el que Alicia, con más voluntad que maña, se esfuerza por ayudar a cuatro desventurados naipes a pintar unas cuantas rosas blancas de rojo, asistimos a una serie de escenas de pánico, pues su reputación sanguinaria precede a la monarca allá donde va; y también a un auto barajeo de lo más pintoresco, de un mazo de cartas que se mezclan y se reparten colocándose en una exquisita disposición de etiqueta castrense. Los naipes, con sus picas (o sus diamantes…), rinden los más ínclitos honores a la real pareja. Una guardia regia, pero de papel pintado…
Es evidente que un mazo de naipes, por más semovientes y autónomos que sean, no puede reemplazar a un guardia de Corps de carne y hueso. Se podrán juntar cartas y cartas, hasta una infinidad de ellas, si quieren, pero no se logrará obtener con ello un guardia humano.
Si un móvil[1] no es causa de su propio movimiento (y es imposible que una cosa sea móvil y motor al mismo tiempo y en cuanto al mismo movimiento), resulta evidente que su movimiento reclama un motor. Y ese motor, en cuanto que es un móvil, reclama a su vez otro motor, puesto que tampoco puede moverse a sí mismo. Y, así, podemos ir, tontamente, hasta el infinito sin alcanzar nunca a comprender cómo es posible que haya cosas que se mueven, porque un cero no hace un uno y diez ceros, tampoco. Y mil millones de ceros, tampoco.
En Metafísica los principios se aplican de manera estricta y categórica; en Política y en las demás disciplinas prácticas de la Filosofía, no. Hace falta una buena dosis de experiencia y de analogía (de espíritu de fineza, que diría Pascal), para poder hacer buena Filosofía Política. Y aún más de ambas para hacer buena política.
Porque hay un elemento que, a menudo, hasta los más finos y penetrantes analistas y pensadores llegan a pasar por alto. Quizá por estar peligrosamente transidos de ideas rousseaunianas, que hacen del hombre un ángel y del ángel una metafórica denominación de la Razón Pura que sopla al oído del legislador ilustrado los Principios Puramente Racionales que debe aplicar a la vida de sus semejantes. Y es que el Hombre, cuya naturaleza, para bien y para mal, no es angélica y que, además, ha sido irremediablemente dañado por el pecado original, no obstante ser naturalmente racional, las más de las veces se contenta con ser sólo moderadamente razonable y, muchas veces, ni eso. El ser humano, desde que franqueó las verjas del Edén, es capaz de mal; y es capaz de absurdo. El mal no es más que privación de bien y es, por tanto, estrictamente irrazonable; su valor moral, si quieren ponerse éticos more geometrico, es igual a «0». Pero el absurdo, que puede ser en cierto modo razonable, ya que, formalmente, sólo es estrictamente irracional, posee un valor moral que se aproxima mucho a la nada, pero no es igual a cero.
Quiere esto decir que un pecado, o mil pecados o mil millones de pecados no constituirán jamás un acto virtuoso. Pero una sola acción absurda, aunque, ciertamente, no pueda ser considerada como meritoria, puede llegar a ser buena, en cierto modo.
Es sobradamente conocida, a estos efectos, la elocuente expresión «dar palos de ciego». Es una cosa poco racional, pues si uno quiere darle un palo a algo, o a alguien, resulta extremadamente conveniente no ser ciego, cerciorarse de la posición relativa del objetivo en cuestión y administrar un único y eficaz bastonazo, en lugar de esperar que una serie más o menos arbitraria de aspavientos consigan dar en el blanco. Dar palos de ciego es absurdo y, sin embargo, puede llegar a ser eficaz.
Hay dos tipos de personas que dan palos de ciego: los ciegos y los que no lo son. A los ciegos no se les puede pedir que no los den, porque no están en disposición ontológica de actuar como los que poseen el don de la vista; y, por lo mismo, no se les exige que razonen como si tuviesen el don de la vista. En un ciego, dar palos de ciego no sólo es razonable; es también la única conclusión racional posible.
El que ve perfectamente y, sin embargo, da palos de ciego, demuestra ser poco reflexivo y, en consecuencia, su comportamiento puede ser considerado como absurdo. Y, no obstante, en esta segunda clase de personas, también conviene distinguir: por un lado, al que finge no dar en el blanco por error, porque en realidad no pretende en absoluto lograr el objetivo que todo el mundo cree que busca alcanzar. Y, por otro, al que de veras pretende dar en el clavo, pero lo hace con medios completamente equivocados.
Tomemos un ejemplo, sólo uno, que vale para todas las cosas que venimos de explicar:
Javier Milei, al que se puede tratar de cualquier cosa salvo de «previsible», no es un jefe de Estado católico. Su valor como tal es «0». No es tendencialmente «0»; es «0» absoluto. Sus principios políticos y morales, sus maneras y sus metas nos lo confirman más allá de toda evidencia y no hace falta explicitar más. Lo cual quiere decir que un Milei no hará un San Fernando; ni diez Mileis; ni mil. Porque el valor de un 0 es 0 y el valor de 0 multiplicado por un millardo es 0, también.
Quiere esto decir que, en el plano puramente metafísico, mientras Milei siga siendo Milei, no hay ninguna posibilidad de que sea un nuevo San Luis.
Ahora bien, las personas y, sobre todo, los políticos, no se miden sólo de acuerdo con criterios ontológicos, sino también y, principalmente, morales (es decir, de la razón práctica, es decir, a partir de las cosas que hacen y que dicen).
Lo mejor que podemos decir de Javier Milei, si pretendemos compararlo con lo que haría un jefe de Estado católico que estuviera en sus mismas circunstancias, es que está dando palos de ciego. Puesto que la razón política católica no es (mucho) más que la razón natural iluminada por la fe, en la medida en que un jefe de Estado se conduzca y pretenda conducir a sus súbditos de acuerdo a la sobredicha razón natural, algo de católico tiene, lo sepa o no, lo quiera o no. Es evidente que Pedro Sánchez, por tomar un ejemplo perfectamente escogido al azar, no entra en esta categoría. Pero Milei sí. Hay una cierta racionalidad, perversa y con fines retorcidos, sí, pero racionalidad, al fin y al cabo, en lo que hace. Como político «católico» es un ciego dándole palos al aire, pero creo que podemos concederle que, al menos, tiene la buena fe de pretender dar en el blanco que consiste en organizar la sociedad de acuerdo con un modelo razonable y, es más, naturalmente razonable.
Por eso, a diferencia de los ciegos fariseos, es posible que, de tarde en tarde, un Milei acierte y se saque de la manga un proyecto de Ley que, aunque no deja de ser un aspaviento proveniente de una ideología irracional, resulta que es todo un palo en las ruedas del Mal. Y, por lo mismo, perfectamente razonable. Uno no puede pretender barajar un mazo francés y esperar que, al sacar una carta al azar, resulte ser la sota de espadas. Pero es perfectamente concebible que uno espere sacar el cinco de tréboles y vaya y lo saque. Las probabilidades son ínfimas, pero no nulas.
Desde las coordenadas políticas de un autodenominado libertario (y, en fin, desde las coordenadas políticas de cualquiera que no sea un tradifacha furibundo que va a Misas lefebvristas), la prohibición total del aborto en la República Argentina que pretende aprobar Milei es una cosa absurda. Las probabilidades de que un libertario legisle bien eran ínfimas, pero resulta que no del todo inexistentes.
Mil naipes con picas no harán un solo guardia de Corps de carne y hueso. Y, sin embargo, existe una minúscula probabilidad de que el Rey y la Reina de Corazones sean convenientemente protegidos por su escolta de celulosa.
Mil Mileis no harán un solo Felipe II. Mil Franciscos no harán un solo San Pío X. Y, sin embargo, siempre puede albergarse la esperanza, fundada en una ínfima probabilidad, de que de tarde en tarde hagan cosas católicas.
[1] Un ente móvil, no un teléfono portátil.
G. García-Vao
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