La «Ley» de Presupuestos y el viejo orden jurídico tributario (II)

Sepulcro del Rey Alfonso XI de Castilla, en la Real Colegiata de San Hipólito, Córdoba

Así pues, si la facultad de ordenar tributos a sus súbditos reside solamente en el Rey, ¿cómo se ha de interpretar el contenido de la citada Ley de la Nueva Recopilación? ¿Es que las Cortes no tenían cobertura legal para «imponerse» al Rey en materia tributaria? Como hemos dicho antes, la situación española no se diferenciaba substancialmente de la de cualquier otro reino de la Cristiandad. Así, por ejemplo, para el caso de Inglaterra, H. Belloc (La crisis de nuestra civilización, 1937) afirmaba que hubo un momento en que el rey tuvo que convocar a las ciudades en el Parlamento «con el propósito de disponer la ayuda voluntaria que pudiera prestársele para fines públicos en el caso de alguna presión especial, generalmente la guerra. Pues debe recordarse que hasta entonces no había impuestos en el estado medieval. El rey, en principio, debía administrar con las rentas que la Corona disfrutaba, o sea, con el producto de sus propias rentas y de los tributos que obtenía de sus posesiones privadas y de la tierra pública. Cuando por excepción se requería algo más, tenía que solicitarlo a título de favor o de dádiva. No podía imponerlo. De ahí, los Parlamentos».

Exactamente igual ocurría en el caso español. Dentro de los artículos de La Esperanza acerca del Proyecto de la Constitución de 1845, y en concreto en el correspondiente a la política tributaria en el orden jurídico castellano preliberal [22/11/44], se cita a Magín Ferrer, el cual afirma (Las Leyes Fundamentales, t. I): «Siempre se consideró como un derecho inherente a la soberanía la exacción de tributos, y sólo se condenaron los injustos. Pero los reyes, con el tiempo, se obligaron a no imponerlos nuevos [que es lo que afirma la citada Ley], no sin el consentimiento de las Cortes como se ha creído, sino sin el de los pueblos en cuya fundación o restauración les habían prometido franqueza de impuestos, menos los contenidos en el cuaderno de los fueros que les concedían. Y de ahí tuvo origen, más que de otra cosa, el conceder los reyes a los pueblos el voto y representación en Cortes cuando el objeto de éstas fue algo más que rendir homenaje al monarca. Porque no bastando las rentas reales para los gastos necesarios, no se hallaba otro arbitrio que el de los impuestos; y habiéndose de pedir el de cada ciudad o villa en particular, se trató de que los procuradores de las mismas juntos en Cortes los votasen y diesen el consentimiento para ellos».

Es decir, esta prestación extraordinaria, llamada servicio, que los reyes solicitaban a los representantes de las Ciudades, no tenía la naturaleza jurídica de los tributos. Estos últimos provenían, o bien de las rentas de los bienes y propiedades de realengo (como cualquier otro propietario –persona física o cuerpo social– de bienes raíces, sean o no vinculados), o bien de los impuestos estatutariamente fijados en los Fueros o Cartas de Población de los Municipios. Con esto se explican muchas expresiones o frases que se pronunciaban en las antiguas Cortes, y que suelen ser distorsionadas por los racionalistas tradicionalistas o historicistas para darles un sentido tergiversado conforme a los patrones revolucionarios que ellos defienden. Por ejemplo, en la Petición 68 de las Cortes de Madrid de 1329, el Rey Alfonso XI dio su consentimiento «alo que me pidieron por merçet que tenga por bien deles non echar nin mandar pagar pecho desafforado ninguno espeçial nin general en toda la mi tierra ssin sseer llamados primera mente a Cortes e otorgados por todos los procuradores que y viniesen». Cuando se habla de «pecho desaforado», no quiere decir que sea «excesivo» o «desmedido», sino que simplemente es «contrafuero», es decir, fuera o al margen de lo establecido en las cartas o fueros (i. e., leyes) municipales, razón por la cual, se requiere, para su exacción, del consentimiento de las ciudades o pueblos para este caso extraordinario o nuevo. A su vez, no solamente las exigencias bélicas obligaban a los monarcas a recurrir a estos expedientes de solicitar servicio a las Ciudades, sino también sus enajenaciones de bienes de realengo, que les hacía menguar sus rentas reales, sobre todo durante la época trastamarista, bien pródiga en múltiples y ruinosas mercedes a fin de consolidar a la nueva dinastía. Las quejas de los Procuradores de las Ciudades contra esos desprendimientos regios de tierras, y la petición de que se elevara a Ley su inalienabilidad, no tenían nada que ver con una supuesta «conciencia de unidad territorial-nacional» y de concepción «antipatrimonialista» de la Monarquía, sino por la simple razón de que se traducían en una considerable merma en las rentas regias que los monarcas habían de suplir recurriendo a la solicitud de nuevos servicios a los burgos.

CONTINUARÁ.

Félix M.ª Martín Antoniano