Enseña Juan Pablo Mártir Rizo en su Norte de príncipes (1626) que la diferencia entre un tirano y un verdadero rey es que el primero desprecia las leyes de la naturaleza pero el segundo conforma su gobierno a ellas. El gobernante cristiano es defensor del orden creado. El tratadista antimaquiavélico, que firma como nieto de Pedro Mártir de Anglería, escribe para un príncipe virtuoso, para un gobernante coronado de primores, como diría Gracián.
Para los autores áureos, la monarquía católica hispánica, sustentada en la cruz, vela por el orden natural. Quiere la salud moral del pueblo, no hace el vacío a las esencias. Antes bien, cimenta sus labores de gobierno en la naturaleza de las cosas y se apoya en una verdad ontológica. Por eso Diego de Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político cristiano (1642), recalca lapidariamente: «No pende la verdad de la opinión».
El emblemista de Algezares no descuaja la política de la realidad. Se trata de la monarquía de lo criado y del auxilio con que se ha de restaurar. Si ahondamos en las enseñanzas políticas de nuestros antepasados constatamos cuánto se confiaba en las virtudes políticas, y cómo esta confianza se apoyaba no en las solas fuerzas humanas, sino en el Primer Motor. El orden social era análogo del orden causal, y las causas segundas, instrumentos saludables de la Causa Primera. No es extraño, entonces, que la estructura causal del reino se expresara como cuerpo, comunión, organismo vital.
En los tiempos convulsos de la Modernidad, cuya inestabilidad amenaza, aún hoy, al mundo entero, la venerada idea de una monarquía católica ofrecía un principio de estabilidad. También de salud universal. Es una doctrina que tiene en cuenta la primacía del organismo social sobre la parte, sabiendo que la sangre vital del reino es su bien natural y sobrenatural.
Nuestra literatura sapiencial es rica en avisos al respecto. Y así, por ejemplo, lo confirma Fray Antonio de Lorea (1673): «Nunca un reino que está disoluto observa reformación en cosa alguna. Es un cuerpo que se compone de muchas personas, como el nuestro de muchos miembros. Jamás la enfermedad universal da privilegios de salud a alguna parte. Todas enferman cuando la raíz de la salud las inficiona. Es la sangre el alimento de la vida, y si ésta enferma, qué salud puede prometerle al cuerpo».
También Setantí en sus Centellas (1614) n. 161: «Grande gloria es del príncipe deliberar lo que importa a la salud universal». Y es que esta es la causa prudencial de una monarquía católica, el bien común, cuya primacía es salutífera. No puede haber salud social sin orden natural. Tampoco sin auxilio de lo sobrenatural. La comunidad enferma si se alimenta de artificios nominalistas. El veneno de la terminología liberal, que intoxica la patria desde hace siglos, tiene por triaca una visión de la realidad que hunde sus raíces en los amaneceres áureos. Es la sanadora perspectiva de las esencias: vasos comunicantes del bien, recipientes del ser.
Desde la institucionalización del nominalismo de Estado grandes amenazas se ciernen sobre el orden natural. De aquí la importancia de conocer una doctrina luminosa, una doctrina asegurada con dos anclas. Es la idea de una política cristiana que, bebiendo de sabidurías ancestrales, es capaz de iluminar tinieblas. Como dice el prospecto del primer número de La Esperanza: «Monarquía y Religión: he aquí las áncoras de nuestra Esperanza».
David Mª González Cea, Cádiz