La guerra ceremoniosa ha degenerado en una anarquía paramilitar que reclama la autoría de los ataques perpetrados desde una «localización fantasmal».
A la vista de su bautismo de fuego en la segunda guerra civil libia, el Consejo de Seguridad de la ONU pregonó desolado en marzo de 2021 el empleo de Sistemas de Armas Autónomos Letales durante la Operation Peace Storm. Mientras el ejército de Jalifa Haftar se batía en retirada, el Gobierno de Acuerdo Nacional aprovechó la huida enemiga para desplegar los STM Kargu-2, unos vehículos de combate no tripulados configurados para dar matarile sin que sea menester bastón de mando alguno. Gentileza del sultán Erdogan a sus aliados, estos artefactos están dotados para decidir sobre la vida o la muerte reaccionando a los estímulos que el entorno ofrece. Asimismo, la virtud de la clemencia o a la puñalada de misericordia –acciones que precisan el más elevado estado de gracia para un justo obrar– quedan a merced de una secuencia de algoritmos informáticos al arbitrio del ordenador de a bordo.
Sin embargo, a pesar de que el marchitamiento del noble batallar no es flor de un día, los esfuerzos por su desnaturalización se redoblaron con el estallido de los conflictos a escala mundial. Hasta la Gran Guerra, los beligerantes quebraban lanzas en un campo de batalla deslindado. La modernización de la guerra pervirtió al fiel de lides y los bombardeos impidieron acortar la distancia con el enemigo hasta llegar a la bayoneta.
La industrialización desvirtuó al soldado tradicional e internacionalizó los conflictos, expandiendo los frentes de batalla hasta el corazón de las ciudades. La asimetría de recursos entre los contendientes desencadenó la huida del débil a las periferias. Apenas rearmado, encontró en la guerra de guerrillas su particular redención. Renunciada a su condición militar, la deslocalización permitió el regreso de los guerrilleros a los núcleos urbanos para sembrar el terror entre civiles. A bulto, la guerra ceremoniosa ha degenerado en una anarquía paramilitar que reclama la autoría de los ataques perpetrados desde una «localización fantasmal», ausente de puntos vitales por la atomización de los objetivos.
Mientras sermoneaba a sus comensales en una venta manchega, ya un ingenioso hidalgo lamentaba cómo la furia de unos endemoniados instrumentos de artillería era capaz de quitar, infame y cobardemente, la vida a un valeroso caballero. La pólvora y el estaño detonaron el ocaso de las órdenes de caballería, jaqueando la doctrina de la guerra justa y desdeñándola a un secularizado jus in bello.
Dicha bellaquería del lance desenfrenó nuevamente las andanzas del más quijotesco de los ingleses a través de las líneas de uno de sus artículos en The Thing. Pluma en ristre, el santurrón de Chesterton sonrojaba al mundo recordándole cómo había arrebatado los viejos dogmas de manos medievales para caer en sus profanas garras. Y es que el humanitarismo pone el grito en el cielo cuando ángeles de la muerte surcan sus aires sin enfrentarse al sindiós por el que llueven todo calibre de desgraciados perdigones. Los tratadistas de salón entronizan toda causa abanderada por la comunidad internacional entretanto fantasean desde las butacas de sus escaños con el desplome de la Rada Suprema, y así despotricar sobre Rusia. Quizás la Providencia haya dispuesto el hundimiento de sus democráticos parlamentos en aras de que el hombre moderno eleve la mirada a la bóveda celeste que sus cúpulas ocultan.
Javier Navas-Hidalgo, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo