El Papa ha dedicado varias de sus últimas lecciones de «teología de rueda de prensa» a la figura de los abuelos, lo cual tiene todo el sentido porque hace algunos días celebrábamos Santa Ana, madre de la Virgen Santísima (los modernistas celebran también ese mismo día a San Joaquín, al que privan así de su fiesta propia). Lo que quizá no sea tan conocido es que, a lo mejor, el Romano Pontífice reinante manifiesta un repentino (y positivo) interés en los abuelos, porque hace algunas semanas su interés y sus comentarios no eran positivos en absoluto. ¿Mala conciencia o tesis-antítesis hegeliano-marxista? Dios lo juzgará.
Al Santo Padre no le gustan ni el encaje ni las albas con puntillas. Así se lo hizo saber, con su verbosidad, su elocuencia y su saber estar habituales a los sacerdotes sicilianos que acudieron a su encuentro con ocasión de su última visita a la isla. Supongo que es perfectamente legítimo que a uno no le gusten las albas de encaje; no estoy en absoluto de acuerdo, pero me parece una opinión respetable. Sin embargo que, por mor de la «austeridad litúrgica» (¿cabe cosa menos católica?) los sacerdotes deban llevar siempre albas lisas y mondas, sin poder distinguir los atavíos de fiesta de los de penitencia, me parece un poco problemático. Más grave aún encuentro que, pese a tan tenaz campaña por la austeridad, sigamos viendo por doquier casullas y estolas de fantasía: de estilo africano con motas de leopardo, chinescas, arcoirisadas (elegetebeístas o no) etc. Gravísimo y muestra inconfundible, una vez más, del lunfardismo de Su Santidad, es afearles a los sacerdotes sicilianos su uso de las puntillas diciéndoles que son «cosas de abuelas». No sé qué edad cree Su Santidad que tiene, pero le invitaría a practicar su gerontofobia consigo mismo en primer lugar.
Sinceramente, me resulta bastante escandaloso y no contribuye en nada a mi respeto por el Sucesor de San Pedro el hecho de que considere que ser algo «propio de abuelas» es, en respecto alguno, despectivo: de abuelas es, generalmente, cocinar bien, contar buenas historias, consentir a sus nietos… A lo mejor las abuelas del Papa eran dos harpías sin remedio, no lo sé. No es el caso de mis abuelas, ni de la mayoría de las abuelas que conozco. No es mi objetivo hoy, pero quizá en algunas semanas comience a hablar de «cosas de abuelas» que, por católicas, tradicionales y virtuosas, supongo que no despertarán la cólera de Francisco. O, aparcando mi proverbial optimismo: como son católicas, tradicionales y virtuosas, despertarían la cólera de Francisco aunque complacerán, espero, a las gentes de bien.
Recientemente he reparado en dos hechos fílmicos (que tienen bastante que ver con el encaje, además) que podrían ser un argumento más a favor de la tradición litúrgica: veía, hace unos días, Historia de una monja, de Audrey Hepburn y, como no podía ser de otro modo, todas las ceremonias que aparecían eran perfectamente católicas de siempre. Me imagino que la mayoría de la gente joven (especialmente las gentes católicas) ven hoy a un obispo celebrar con guantes y a los feligreses comulgar de rodillas y en la boca y lo menos malo que se pueden preguntar es: «¡Ah! ¿Pero Historia de una monja no va de una monja católica? ¡Mira qué misa más rara…!». La misma Misa de siempre aparece, de manera discreta pero muy importante, en El hombre tranquilo y Un gángster para un milagro; y, por supuesto, en un sinnúmero de películas españolas (Historias de la radio, por poner el primer ejemplo que se me viene a la cabeza). Éste es el primer hecho tragicómico: las películas con una presencia de la liturgia católica más destacada no atraerían hoy la atención de los católicos.
Por otra parte, no puedo dejar de observar que, en la historia del cine, el catolicismo se considera la religión «seria» por excelencia. A lo mejor es consecuencia de mis referencias fílmicas, pero tengo la impresión de que, en general, cuando en los clásicos del cine se habla de religión, se habla de la religión católica. Como máximo, hay dos o tres películas con una presencia destacada de los cuáqueros, pero porque el dilema pacifismo-sentido común proporciona muy buenas historias. Quizá es por aquello que dicen los ingleses: «el catolicismo es una religión de santos y pecadores; el protestantismo es la religión de la gente decente»; porque es muy raro que la «gente decente» tenga vidas que merezcan ser llevadas al cine. Pues, hoy por hoy, me parece que el catolicismo ha perdido esa preeminencia. Como si hasta en Hollywood supiesen que incluso los católicos nos hemos dejado de tomar en serio nuestra fe…
Ante este desilusionante panorama, recordé que Chesterton nos enseñó muy bien que, a veces, basta un motivo aparentemente superfluo, casi un subterfugio, como el «cabello pelirrojo de una niña del arroyo» para sublevarse contra un estado de cosas injusto. Mi casus belli es todavía más humilde.
Siempre he defendido que Tú y yo es una de las mejores historias románticas del cine. En general no me entusiasma el género, así que, por excepción, pueden tomarse mi recomendación con total seriedad. Los elevados estándares morales de la época [¡viva la censura bien hecha!] impedían mostrar en pantalla un beso «adulterino» (aunque los protagonistas no están sino prometidos con terceras personas y no casados), así que Leo McCarey se las ingenió para ofrecernos una de las más discretas, austeras y expresivas escenas de amor que jamás se hayan rodado, con un beso que no se ve en la escalerilla de un transatlántico. Pero volvamos al objeto de mi cuita: el encaje. El punto de inflexión de la relación entre Nickie (Cary Grant) y Terry (Deborah Kerr) se produce cuando visitan a la abuela de él que vive en una encantadora casita con jardín en lo alto de Villefranche-sur-Mer, en la Costa Azul. Janou, magníficamente interpretada por la siempre entrañable Cathleen Nesbitt descubre a Terry las auténticas cualidades de Nickie y, lo más importante, tiene una mantilla negra, como cumple a una viuda católica; mantilla que hace las delicias de Terry. Janou le promete que, el día que muera, se la dejará en herencia.
Los hechos se suceden y no ha lugar contarlos aquí… Pero baste decir que, gracias a la buena memoria y a la póstuma caridad de Janou, al buen gusto en mantillas de Terry y al humilde respeto de Nickie por las últimas (y algo incómodas, dadas las circunstancias) voluntades de su abuela, la película acaba bien.
¿Está Vd. diciendo, don Gildo, que si Janou no llevase mantilla, la historia de amor entre Terry y Nickie no habría tenido un final feliz? Estoy diciendo exactamente eso: no pretendo, lógicamente, establecer ningún vínculo causal universalmente aplicable entre mantillas de encaje y matrimonios, pero el vínculo entre esa mantilla y ese matrimonio está fuera de toda duda.
Por supuesto que las mantillas de encaje pueden parecer «cosas de abuelas»; también es cosa de abuelas (y de una categoría muy especial de abuelas, bastante avanzadas en las sendas de la virtud), decidir dejar en herencia sus mantillas a personas desconocidas, con la esperanza de que resulten buenas esposas para sus nietos. Las puntillas y los encajes son, ciertamente «cosas de abuelas», porque requieren un trabajo, una paciencia, un amor y una dedicación a las cosas bien hechas que no están al alcance de la mayoría de los impacientes y estresados hijos de nuestro siglo. Que un alba de encaje sea un «alba de abuela», Santo Padre, a lo mejor lo que quiere decir es que, quien la lleva sabe, como una abuela, apreciar lo que cuesta hacer cosas bonitas y bien hechas y que todo lo que atañe al culto divino merece ser hecho con lo mejor y lo más bello que tengamos a nuestro alcance.
Pero, claro, ¿qué va a saber de belleza y de paciencia y hasta de culto divino quien se atreve a suponer que una cosa es mala porque es «de abuelas»?
G. García-Vao