Uno de los principales síntomas del modo de pensar generalizado en la que se ha venido a denominar época ideológica postmoderna (desde mitad del siglo XX) es la incapacidad de enjuiciar las ideas y conductas a partir de su hipotética verdad, bondad o justicia. No decimos que una persona pueda dejar de realizar esta clase de aseveraciones, pues es imposible que no filosofe; pero suele recurrir en sus apreciaciones a otra clase de fundamentos menos sólidos y relativos que son indicativo de la carencia de un sólido bagaje religioso y metafísico en el que apoyarse, o –en el mejor de los casos– de un contagio del nebuloso clima intelectual escéptico en que ha desembocado el proceso de descristianización occidental. En el origen de esta forma mentis podemos remontarnos a la anterior época de ideología moderna (desde la Revolución «francesa»), que, si bien dominada por un racionalismo que todavía daba cabida en el lenguaje de sus sentencias a las nociones de verdad y falsedad, bien y mal, justicia e injusticia (otra cosa distinta es que éstas fueran correctas en su contenido), no pocas veces dichas categorías quedaban supeditadas al concepto primordial del utilitarismo, base voluntarista del liberalismo en sus distintas manifestaciones a varios niveles humanos: en el de la persona en sí (individualismo), en el de las entidades asociativas (realidad sectaria del comunitarismo), o en el de los colectivos socio-políticos (nacionalismo); todo ello generado sobre un caldo de cultivo de cizaña y lucha de intereses darwinista de todos contra todos en el «campo de juego» diseñado por el sistema financiero imperante a lo largo de nuestra Época Contemporánea.
Como ejemplo piloto de ese origen ideológico moderno de esta forma de pensar, podemos citar a una de aquellas figuras que suelen pasar como representativas de una supuesta ideología «fuerte»: Charles Maurras. Aunque ya tratamos brevemente este aspecto en el artículo «La reducción derechista de la Iglesia a simple factor cultural», no estará de más recoger una interesante reflexión que el filósofo John F. Crosby (uno de los principales discípulos de la escuela de Dietrich von Hildebrand) trazaba en las páginas de la célebre revista carlista estadounidense Triumph, en su número de Abril de 1975, bajo el título «La extraña pareja: “Conservatismo y el Occidente”», en donde denuncia la presencia de esta mentalidad «débil» en el discurso doctrinal de los paleoconservatistas (recalcamos: paleoconservatistas, y no neoconservatistas) que principalmente se agrupaban, como órgano cultural suyo, en la publicación rival National Review. Decía Crosby: «La Acción Francesa fue un movimiento político y cultural extremadamente influyente en Francia en el primer tercio de este siglo; estaba encabezado por Charles Maurras. Maurras no creía que nada de lo que enseñaba la Iglesia fuera verdad, pues su posición filosófica era el positivismo de A. Comte; aun así, su Acción Francesa asumió la causa de la Iglesia. Lo hizo porque su gran preocupación era la preservación de la cultura y sociedad francesa, y pensaba que sólo la Iglesia Católica tenía el poder de preservarlas y de contener ciertas tendencias anárquicas inherentes a la religión. No sostuvo contra la Iglesia el que ella fuera la maestra de muchos errores; más bien se hizo amigo de la Iglesia porque el efecto de su enseñanza era socialmente conservador. Pero ese conservatismo era en cierto modo una mayor amenaza a la Iglesia que el asalto del estridente ateísmo. Odiar a la Iglesia porque uno piense que enseña el error es, en todo caso, estar de acuerdo con ella en que la cuestión de la verdad es central para la religión. Pero pensar que ella enseña el error, y sin embargo no hacer de esto nada –pensar que el error religioso fundamental es un pequeño precio a pagar por la cohesión social–, es descartar de la religión la mismísima cuestión de la verdad; y esto es oponerse a la Iglesia aún más radicalmente. Por eso Pío XI condenó oficialmente la Acción Francesa en 1927 [sic] (En justicia debiera apuntarse que la condenación fue levantada bajo Pío XII y que Maurras mismo murió como un católico creyente).
Maurras no sólo representaba un conservatismo con el que la Iglesia no quería tener parte; su conservatismo también tenía una especie de autocontradicción en él. Pues filosóficamente se basaba en los peores errores de la moderna filosofía: la desesperación de la verdad metafísica, la pérdida de interés en la mismísima cuestión de la verdad, la funcionalización de Dios y la religión y la moralidad; errores que niegan todo lo que la cultura cristiana en Francia representa, y que, si se los dejara desarrollarse en la historia, destruirían esa cultura. Fue el gran mérito de Charles Péguy haber visto que el conservatismo de Maurras era modernista; conservador en su superficie, pero en sus fundamentos más revolucionario que la Revolución Francesa». Crosby señala, así, a Maurras como una de las influencias nocivas del modo de pensar paleoconservador, teniendo más delito este último por albergar en su seno a muchos católicos.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano