La independencia económica de la Iglesia española (y III)

Momento de la firma en la Santa Sede del Concordato de 1953 entre España y el Vaticano.

Ese olvido parecería confirmarse por lo que decía el artículo II del Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado juanquista «sobre asuntos económicos», de 3 de Enero de 1979. En él se declaraba como provisional el método de consignación, en los Presupuestos, de una dotación con carácter global y único, y se preveía su eventual sustitución por un proceso de asignación por el Estado a la Iglesia de un «porcentaje del rendimiento de la imposición sobre la renta o el patrimonio neto u otra de carácter personal. […] Para ello, será preciso que cada contribuyente manifieste expresamente, en la declaración respectiva, su voluntad acerca del destino de la parte afectada».

Esta asignación tributaria se fijó en la «Ley» de Presupuestos para el año 1988 en un 0,5239% sobre la cuota íntegra del IRPF. El nuevo mecanismo consistía en la delimitación de una cantidad mínima predeterminada en los Presupuestos, que habría de pagarse a cuenta o por adelantado a la Iglesia mensualmente durante el año, cubriendo el Estado la porción que faltare para llegar a ella en caso de no ser suficiente lo recaudado mediante la susodicha asignación porcentual, o, en caso contrario, «compensando el exceso con el importe de las entregas a cuenta [de años] posteriores» (caso, este segundo, que no llegó a darse nunca). Tras un Canje de Notas el 22 de Diciembre de 2006 entre la Santa Sede y el Estado, quedó asentado, a partir de la «Ley» de Presupuestos para el año 2007, un porcentaje del 0,7%, y se estableció que, en caso de diferencia con la cantidad prefijada al alza que se pagaría a cuenta, «se procederá por las dos partes a regularizar, en un sentido u otro, el saldo existente» (= si lo recaudado por la asignación fuera inferior a dicha cantidad a cuenta, la Iglesia devolvería lo cobrado de más).

Creemos que todo esto no es más que una prolongación, más o menos disimulada, del sistema de «Dotación», y, por tanto, a día de hoy, los entes sociales eclesiales permanecen en un estado fundamental de dependencia económica con respecto al Estado.

El antedicho artículo II del Acuerdo de 1979 prevé, sin embargo, una fase ulterior definitiva en su párrafo §5, aunque no pasa de ser una manifestación desiderativa vaga y genérica: «La Iglesia Católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades. Cuando fuera conseguido este propósito, ambas partes [= Estado e Iglesia] se pondrán de acuerdo para sustituir los sistemas de colaboración financiera [expresados] en los párrafos anteriores de este artículo [N. B. cuya efectiva implementación en las últimas décadas hemos estado describiendo], por otros campos y formas de colaboración económica entre la Iglesia Católica y el Estado». ¿Quiere decir eso que la Iglesia aún dejaría abierto un hueco a la vieja aspiración de obtener títulos de la Deuda como mejor modo de alcanzar su independencia económica? Pero, ¿sería correcto este modo de satisfacer la consecución de esa independencia económica? Aun a riesgo de tener que repetirnos más que el ajo, insistimos de nuevo que es en el defectuoso ajuste o disposición del sistema financiero donde debemos ir a buscar el origen de la pérdida de la antigua libertad socioeconómica de que gozaban los distintos y variados colectivos sociales en el viejo ordo prerrevolucionario, incluyendo en ellos los cuerpos sociales eclesiales (que, en los Presupuestos estatales, antes del método de dotación global y única, aparecían desglosados como «piezas eclesiásticas»), pues, desde un punto de vista temporal, no se diferencian de los demás conjuntos sociales civiles o seculares, sufriendo exactamente los mismos problemas de tipo financiero y económico.

En oposición al Estado usurpador (colaborador de ese mismo deficiente sistema financiero) que promociona entre sus «ciudadanos-soberanos» una común igualdad de dependencia social respecto a él, se le debe contraponer el Rey legítimo que defiende entre sus súbditos-vasallos una común igualdad de independencia social respecto a él. No se trata sólo de que las corporaciones eclesiales sean libres, sino de que lo sean todos los organismos sociales dentro de la comunidad política. La Deuda Pública, como ya vimos en su día, es una institución inherente tanto a ese Estado como a ese sistema financiero (deliberadamente defectuoso) que nos aherrojan en esta triste Época Contemporánea nuestra. Sustitúyase esa Deuda General por un Dividendo General y habremos matado dos pájaros de un tiro: no será preciso hacer depender el sustento de las corporaciones de la Iglesia (ni de ningún otro cuerpo social secular, principalmente las familias) a partir de la posesión de los títulos de una Deuda Pública innecesaria (que esclaviza a las sociedades obligándolas a sufragarla vía impuestos); sino que bastará con monetizar aquel beneficio económico o de riqueza en que incurren normalmente dichas comunidades políticas en su desenvolvimiento productivo (y que actualmente es defraudado), y distribuirlo (como es de justicia) a todos los cuerpos sociales por igual (los cuales siguen tratando de sobrevivir bajo el yugo de los representantes del Estado, en verdad siervos de la Plutocracia).

Félix M.ª Martín Antoniano