Martirio y militancia (I)

EL MANIDO RECURSO A LA SANTIFICACIÓN ORDINARIA, DE ESTE MODO MAL ENTENDIDA, ESCONDE NO POCAS VECES LA ODIOSA INSINUACIÓN DE QUE HAY QUE OLVIDAR LAS «COSAS GRANDES»

Esquela publicada en el Diario de Valencia en 1915 convocando al funeral en sufragio de los mártires carlistas / C. Valenciana, memoria y arte.

Compartimos el último de los tres discursos que se impartieron con ocasión de los actos centrales de la fiesta de los Mártires de la Tradición en Madrid, pronunciado este por Juan Oltra.

Miembros de la Secretaría Política de Su Alteza Real Don Sixto Enrique de Borbón, autoridades todas de la Comunión Tradicionalista, señoras y señores:

Desde que fuese instituida por el Rey Don Carlos VII en 1895, han sido muchos los grandes oradores y escritores carlistas que, haciendo pedagogía de esta fiesta por los Mártires de la Tradición, han explicado el sentido profundo de la misma. Junto al deber de caridad, de justicia y de piedad que nos obliga gravemente hacia nuestros mayores, por quienes elevamos hoy al Cielo nuestras súplicas y nuestra gratitud por su servicio a la Santa Causa, también se ha destacado siempre, como una constante, la dimensión ejemplar y ejemplarizante que tiene para nosotros, para los católicos españoles que Dios ha querido poner en este lugar y en este momento concreto de la historia; para los carlistas que, por querer seguir siéndolo verdaderamente, no recortamos nuestra acción a simple atrezo folclórico, mera comparsa de los variados conservadurismos, ni a fútiles minucias de sacristía.

Siguiendo esta venerable tradición, y puesto que no quiero infligirles más que unos pocos minutos de penitencia, me centraré en tres ideas muy sencillas: dos directamente prácticas sobre nuestro apostolado político, y una más teórica.

Para exponer la primera idea, antes debo recordar brevemente lo que tantos correligionarios han explicado ya en anteriores convocatorias de estos actos, especialmente don José Miguel Gambra, siguiendo a Santo Tomás: mártir y martirio no son conceptos unívocos, sino análogos, y si bien el martirio por excelencia es el de aquel que entrega físicamente su vida en testimonio de su fe sobrenatural, también son mártires quienes, muriendo por causa del bien de la patria, ordenan ese bien natural al Bien Común más alto; a la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo. Como bellamente dijera don Pascual Comín: «los que en innumerables combates levantaron el honor de la patria a inaccesibles alturas, dando con su valor y su abnegación nobilísimo ejemplo al mundo todo —que admiró absorto a aquella raza de héroes—, se movieron a impulso de su fe religiosa, de su amor a la patria, y de su adhesión al trono».

Y aún podríamos añadir más: todos los cristianos, independientemente de que demos o no cruentamente nuestra vida por Cristo Rey, estamos llamados al martirio en su más amplia expresión: desde los pequeños padecimientos cotidianos a la cárcel, el destierro, la pérdida de reputación mundana, la pobreza grave o la oblación efectiva de nuestra vida temporal en nombre de Cristo. La forma del cristiano es el martirio: la disposición a ser mártir e incluso el deseo de serlo en las circunstancias que Él disponga, sin aspavientos ni estridencias, sino como entrega confiada al Sagrado Corazón de nuestra Divina Majestad.

Pues bien. Me parece que hoy encontramos dos tentaciones especialmente venenosas que conducen a un olvido, menosprecio o emborronamiento de este sentido martirial de la vida católica; sentido martirial que debe abrazar, a fortiori, todo buen carlista. La primera tentación ya quedó apuntada en mi modesta intervención del año pasado. Consiste en la radical negación de la Cruz, o en su apartamiento a un segundo plano, dando protagonismo al disfrute, al placer, al estímulo sensible o incluso al ruido. Se trata de una mundanización cabal que pone al Yo —a la persona humana, que siempre acaba siendo «mi persona humana»— en el centro: quiero que Dios se preocupe por y por mis cosas, quiero que Dios me ame, me cuide… Tendencia egoísta que facilita una pérdida de reciedumbre, de gravedad, de compromiso con la tradición y con unos ideales que nos superan ampliamente, a cuyo servicio estamos. Así, el cristiano, lejos de combatir el Mundo moderno, debe disfrutar de él; es más: debe demostrar a los demás que es el primero en hacerlo. Que está a la vanguardia del disfrute.

Sin embargo, aunque esta tentación pudiese parecer el no va más del conformismo, no podemos olvidar aquella otra de los que, apelando al expediente de la santificación ordinaria en las pequeñas cosas —que indudablemente es impostergable— acaban por desolidarizar esas pequeñas cosas del compromiso con los grandes ideales, del buen combate por el Reino social de Cristo, de la participación en las grandes empresas del espíritu y de nuestros deberes patrióticos, especialmente del apostolado político. Que también son exigencias ineludibles, sobre todo para los seglares. Esas «pequeñas cosas», esas «cosas cotidianas y ordinarias» también son cosas políticas. Es más: incluso aquellas pequeñas cosas que no son directamente políticas, como las virtudes monásticas o domésticas, sólo alcanzan su perfección si, en última instancia, se encauzan al bien político. La parte no es para la parte, sino para el todo.

En cambio, el manido recurso a la santificación ordinaria, de este modo mal entendida, esconde no pocas veces la odiosa insinuación de que hay que olvidar las «cosas grandes». Y, en la práctica, precisamente por haber olvidado o menospreciado esas «cosas grandes», tachadas de antiguas, obsoletas, utópicas o irrealizables, muchos de los que han abrazado «esa» santificación en lo ordinario, han acabado santificando o bautizando lo ordinario, lo que goza hoy de efectividad; los hechos consumados, por inicuos que sean: el constitucionalismo, la usura, los salarios birriosos, los partidos o retóricas democristianas… En una palabra: el liberalismo, político y económico, con sus realizaciones en los diversos ámbitos sociales. El abrazo al «Mundo» no es instrumento para buscar su mejoramiento, sino para conformarse a su sello antinatural (aunque se haga protesta de rechazar aquellas de sus consecuencias más abiertamente aberrantes).

La otra posible consecuencia de esa trillada retórica es que, quedando incomunicadas las cosas pequeñas respecto de las «grandes», se corre así el riesgo de invertir la relación entre medios y fines: los medios nunca deben ser buscados por sí mismos, sino en orden al fin, que es lo que realmente perfecciona al hombre. Desprovistos, sin embargo, de las más altas causas finales, nos acecha continuamente la tentación del perfeccionismo: la confusión de aquellas cosas que se ordenan al fin, con el fin en sí. Perfeccionismo que no es sólo dañino en lo político, sino que es psicológicamente enfermizo, angustioso y letal para la prudencia.

Lejos, pues, de ambas desnaturalizaciones burguesas y conformistas, afirmemos —con don Miguel Ayuso— la íntegra verdad católica:

«Hay que desacreditar la versión simplista de despreciar lo contrario de lo que se quiere ensalzar; en este caso, de olvidarse de grandes empresas en nombre de la santificación en las cosas pequeñas. Hay que predicar no sólo la compatibilidad de los pequeños esfuerzos con los grandes, sino su solidaridad. Más aún, hacer notar lo llamativo y sospechoso de que tanta supuesta santidad pequeña no haya tenido algún asomo a cosas notables.»

En efecto, «el destino del hombre [es] ocuparse de cosas grandes, a las que habrá de llegar por la vía de la dedicación y perfección en las cosas pequeñas. De resultas, serían éstas como la prueba o preparación para más altas empresas». Y es que, como explicó magníficamente doña Paula Gambra hace unos cuantos años en uno de estos discursos, son muy inusuales los «mártires de última hora»; mucho más los de último minuto. El martirio no se improvisa: «tenemos antes que pasar por la santificación a través de lo pequeño e insulso. Y para eso, hemos de proponernos colaborar en las mil tareas que la Comunión se ha propuesto sin poderlas llevar a efecto. Porque si no somos capaces de cumplir en lo más pequeño tampoco llegado el momento seremos capaces de responder a lo más grande».

Puede consultarse la segunda parte del discurso aquí.

Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

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