Martirio y militancia (y II)

LOS MÁRTIRES EN GENERAL, Y LOS MÁRTIRES CARLISTAS EN PARTICULAR, NO FUERON «CAMARADAS CAÍDOS», INTERCAMBIABLES Y UNIFORMIZADOS, SINO AMIGOS (LA CARIDAD NO ES SINO CIERTA AMISTAD SOBRENATURAL): AMIGOS DE CRISTO

Postal con la inscripción «Ante Dios nunca serás héroe anónimo» / carlismo.es.

Compartimos la segunda parte del último de los tres discursos que se impartieron con ocasión de los actos centrales de la fiesta de los Mártires de la Tradición en Madrid, pronunciado este por Juan Oltra.

La segunda idea, derivación directa de la primera, ha sido ya anticipada en esta última cita, pero ahora debemos explicitarla. Y espero que no suene demasiado sermoneadora, ya que en primer lugar me la dirijo a mí: los grandes ideales no están reservados para los grandes hombres, sino que se concretan en el ejercicio cotidiano, a menudo poco apetecible, de nuestra prudencia política. Los ejemplos innumerables de tantos humildes mártires de la Tradición, como Molle Lazo, dan cuenta de ello. No podemos descargar todo el peso de la responsabilidad política en un puñado de personas sobresalientes que consagran la totalidad de su tiempo y de sus energías al bien común. Todos los correligionarios (según la diversidad de nuestras circunstancias, posibilidades y talentos), tenemos el deber de no cesar en la búsqueda de iniciativas y proyectos que, fortaleciendo nuestros respectivos Círculos, fortalezcan a través de ellos la obra colectiva de la Comunión, cuyas autoridades coordinarán el entramado de nuestras acciones —apoyándolas y corrigiéndolas en lo corregible—, pero que no pueden ni deben sustituir nuestra iniciativa, como tampoco los órganos superiores pueden suplantar a los cuerpos sociales básicos en la comunidad política. ¡La mies es mucha, los obreros pocos!

Sin embargo, el desaliento lleva a la inacción, al tan contagioso derrotismo, que paraliza las voluntades y provoca que los esfuerzos pierdan eficacia y resolución. «¡Es que la política católica hoy es imposible!», dicen muchos. Lo imposible es divisible en cierto número de posibles, deberíamos responderles: ¿Hacemos (o al menos, nos proponemos seriamente hacer) todo lo que está en nuestras manos para vitalizar la militancia carlista? ¿Perdemos miserablemente el tiempo en disputas sobre asuntos que no son de nuestra competencia como seglares? ¿Damos esos primeros pasos que nos permitan dar los segundos y los terceros? Como dijera también (y tan bien) D. José Miguel Gambra:

«No olvidemos que no hay peor gestión que la que no se hace, no olvidemos que las cosas cambian; que cada acto, bueno o malo, transforma la totalidad de las relaciones entre las cosas, y que los actos bien encaminados, como asistir a conferencias y reuniones, dar dinero, convencer al vecino y más aún colaborar de forma constante con quienes comparten el ideal católico de la sociedad, cada uno de esos actos, por pequeño y poco elevado que se nos antoje, repercute en todo el universo, ordenándolo hacia ese ideal de Cristo Rey».

Tenemos un tesoro demasiado grande como para ocultarlo, como el siervo timorato (tal vez perfeccionista) del Evangelio escondió su talento. La Comunión Tradicionalista —empezando por los Reyes legítimos— ha custodiado y custodia fielmente la verdad política y, a través de esta misión de custodia, presta también su mejor servicio a la verdad teológica: el carlismo, en efecto, durante casi dos siglos, ha preservado firmemente la transmisión de ese caudal espiritual —el ser mismo y la continuidad histórica de España— por el que tantos católicos españoles dieron su vida frente al yugo mahometano, frente a la herejía protestante, frente a la hidra jacobina, frente al despotismo napoleónico y frente a la usurpación liberal, cuya esencial impiedad republicana se radicalizó hasta sacudirse de sus sienes la Corona, tras un siglo de disfraz. Manteniendo íntegro este tesoro, con santa intransigencia, al abrigo de las mil tentaciones posibilistas y pragmatismos sempiternos, sin impaciencias ni confusionismos, hagámoslo fructificar con el auxilio divino. La sangre de nuestros mártires nos obliga y nos vincula.

Para concluir, permítanme una coda. Con ella apuntaré brevísimamente la tercera idea que al comienzo les prometí abordar. Lo haré de la mano de Rafael Gambra, maestro tradicionalista por tantos títulos; no sólo por su ortodoxia de una pieza, sino también por su inquebrantable perseverancia y lealtad a la Causa, por su magnanimidad, entretejida por una delicadeza espiritual y una finura intelectual irrepetibles, reflejadas en cada una de sus páginas, transidas muchas de ellas por ese cierto martirio que supuso para él la crisis en la Iglesia tras el Concilio, y la crisis en el carlismo («ese maleamiento interno») tras la defección de Carlos Hugo.

En su célebre escrito El exilio y el reino, a propósito de la trayectoria literaria de Saint-Exupéry, don Rafael explica que el hombre desarraigado y desvinculado de nuestra época —en el exilio— busca naturalmente regresar a ese Reino del que ha sido desterrado; ese Reino en que todas las cosas ocupaban su sitio y tenían su sentido, unidas como estaban entre ellas por invisibles lazos espirituales que proporcionaban rostro humano y divino a la comunidad de los hombres. Sin embargo, en ese intento del hombre por escapar de su soledad, de su aislamiento, una salida ruda y primaria es la que le ofreció el «humanismo heroico», teñido de voluntarismo nietzscheano, tan característico de los fascismos. Se trataría en este caso de sustituir la soledad por la camaradería: «el riesgo, la fascinación de lo difícil, la audacia […] hace aflorar en los hombres posibilidades por ellos mismos insospechadas». Esa torpe salida de la soledad, inmolando la personalidad del individuo en la colectividad, implicaría también una sumisión casi ciega al Jefe, carismático e idealizado, que no conoce la benignidad: «mis hombres son dichosos —dice Exupéry por boca del comandante Rivière— porque aman lo que hacen, y lo aman porque yo soy duro».

Y de este humanismo heroico deriva también «la imagen de la nación como una empresa común o unidad de destino: la camaradería en el trabajo o en la lucha —la canción “Yo tenía un camarada”—, la alegría en el trabajo, la fuerza por la alegría… Será la exaltación mística del trabajo como crisol en que se forja lo mejor de cada uno y el entusiasmo de la victoria sobre el riesgo o el esfuerzo, que libre al hombre de la soledad y lo instale en el Reino luminoso de su propia labor». Y poco después explicita don Rafael el hondón de esta concepción: «la camaradería ignora al sujeto, al otro de la relación en su intimidad personal. Sólo conoce la solidaridad en el empeño (y a menudo en la suerte común): se trata de una interrelación de medios para un fin —la victoria—, que tampoco se define ni se alcanza a comprender. Lo que el camarada tenga de personal e insustituible no interesa en la relación de camaradería laboral (o heroica). Más bien aparece como un estorbo, algo que debe ser ignorado, incluso auto reprimido. Y una afección que ignora al sujeto y al objeto del quehacer común —o de la lucha— es un sentimiento ciego, que puede aturdir, aplazar la vivencia de la soledad y del exilio, pero que no soporta la reflexión, aun después de la victoria».

Como superación de este paradigma de la camaradería, humanamente deficiente y en el fondo inhumano, emerge el auténtico remedio a la soledad y a la desvinculación; aquello que Aristóteles enseña como fin de la comunidad política: la amistad. En la amistad «no se ignoran ni intercambian —ni menos estorban— las diferencias individuales». La amistad, caracterizada por la mutua benevolencia —la búsqueda del bien del otro, que efectivamente es otro, pero cuyo bien en cuanto hombre es también mi bien— y por un afecto cordialmente vivido; la amistad, digo, sublima y trasciende la justicia: necesaria, pero insuficiente para una comunidad digna de ese nombre.

Huelga decir, pues, que los mártires en general, y los mártires carlistas en particular, no fueron «camaradas caídos», intercambiables y uniformizados, sino amigos (la caridad no es sino cierta amistad sobrenatural): amigos de Cristo, amigos entre sí y amigos nuestros también; amigos ejemplares que, «todos juntos en unión», buscaron el bien de sus contemporáneos y el de sus descendientes, luchando como lo hicieron «nuestros padres». Pues no en vano la búsqueda del bien común es obra en cuya realización se enlazan como eslabones de una cadena las sucesivas generaciones; esa cadena de los siglos para la que don Juan Vázquez de Mella reservaba también el nombre de Tradición.

Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

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