Una nueva mascarada contra los pequeños agricultores y ganaderos

Una mujer ante la sección de frutas y verduras de un supermercado. Agencia FARO/G. Guezmindo

En los últimos días de diciembre entró en vigor en España una reforma —impuesta, qué novedad, por Bruselas— de la Ley de la Cadena Alimentaria. La nueva norma mantiene en su mayor parte los elementos de la anterior ley, que databa de 2013, e introduce como gran novedad la prohibición de la venta a pérdida a lo largo de la cadena alimentaria (compuesta por productores, industria y distribuidores). Así, no se podrán realizar ventas por debajo de los costes de producción: cada operador de la cadena deberá pagar al operador inmediatamente anterior un precio igual o superior al coste de producción del producto de turno que se esté negociando.

Santo Tomás enseñaba que «si el precio excede la cantidad del valor de la cosa o, por otra parte, la cosa excede el precio, se quita la igualdad de la justicia. Por lo tanto, el vender más caro o menos caro de lo que vale la mercancía es de por sí injusto e ilícito». En ese sentido, la intención del legislador, al plantear esa prohibición de la venta a pérdida, pudiera parecer que va en la buena dirección de proteger a los muy debilitados pequeños productores (agricultores y ganaderos).

Pero en realidad nos encontramos ante un nuevo engendro burocrático —cuya medida estrella, la ya mencionada prohibición de la venta a pérdida, es un brindis al sol, pues resultará difícilmente aplicable dada la dificultad de fijar un índice de costes de producción— perpetrado por el régimen liberal que, como recordaba Vázquez de Mella, pone siempre tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Las causas que están detrás del estertor del campo español no serán nunca solucionadas por una normativa auspiciada por Bruselas. La solución pasa, primeramente, por que seamos conscientes de la auténtica raíz del problema y, en segundo lugar, por adoptar verdaderas medidas que permitan desmantelar el sistema político-económico que ha destruido a la España rural.

Ese sistema es el de la revolución liberal puesta en marcha en el siglo XIX. Comenzó arrebatando a la Iglesia y a los municipios sus tierras. Y continuó tratando de desvincular al hombre de su origen, del campo que poseía y trabajaba, para así desnaturalizar a la España premoderna, donde la propiedad estaba adecuadamente repartida, lo cual permitía que las libertades concretas se manifestaran plenamente. De tal manera, la concentración de la propiedad fue cada vez a más, situación que afectó particularmente al campo. Este también fue víctima de políticas que promovieron una emigración masiva del ámbito rural al urbano (y aquí la culpa no se le puede echar tanto al liberalismo decimonónico como al régimen del general Franco, conservador y, por tanto, liberal a su manera, pero antitradicional en cualquier caso), con el consiguiente fomento artificioso y desmesurado del sector servicios sobre, particularmente, el primario. Muchos de los que aplaudieron aquello lloran ahora —lágrimas de cocodrilo— por la España vaciada. La devaluación del campo y de los oficios que lleva aparejados (en ese sentido, la PAC, con sus subvenciones, vulgo sobornos, sus cuotas de producción y sus aranceles muy poco disuasorios, ha resultado letal) fue una política deliberada que ha acabado trasladando todo el poder a las distribuidoras. Las consecuencias son muy palpables. Por citar solo un ejemplo, en los supermercados españoles encontremos naranjas provenientes de Sudáfrica mientras los agricultores valencianos languidecen al tener que vender el kilo de esos cítricos a menos de 10 céntimos de euro.

Además de los problemas planteados, hay voces que señalan que la prohibición de la venta a pérdida, tal y como está planteada —sin una verdadera reforma previa encaminada a desmantelar el sistema actual— puede provocar que los pequeños productores desperdicien muchos alimentos al no poder venderlos por debajo del precio de producción. En definitiva, nos encontramos ante el enésimo caramelito a los agricultores y ganaderos por parte del régimen actual, que lejos de atacar la raíz del problema lo perpetúa sine die.

Gastón J. Guezmindo, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo