Antes de concluir el presente repertorio de artículos sobre la crisis eclesial contemporánea conforme a las dimensiones temporales que sustentan el concepto de Tradición, sin poder resumir con equidad lo enunciado en los dos textos previos, vamos a detenernos de forma escueta en unas ideas que, aun pudiendo resultar fácilmente reiterativas, comportan el fundamento de lo que más tarde habremos de discernir. Sobre aquellas dimensiones de la temporalidad, dijimos, en un punto, que el modernismo había sido enajenación del presente, nunc; la Nueva Era, un falso pronóstico, posterius; y la memoria histórica, derogación de nuestra herencia, prius.
De esta forma, se sustantivó el denominado Nuevo Orden Mundial como la consumación estratégica de aquellas tres operaciones anticatólicas que, una vez aunadas, igualaron en su perspectiva dimensional a la propia idea de Tradición, por ende suprimida. Añadiremos ahora que lo formulado desde el modernismo, en calidad de fili auroræ, supone una ofensiva espiritual, a los dogmas, mientras que el menoscabo de la Nueva Era, que es un liberalismo esotérico entregado a las masas, ha sido de índole cultural, para con los valores que fundamentan la vinculación orgánica. Pero este Nuevo Orden, por tratarse de un concepto ideológico, político, institucionalizado a gran escala, no sólo comprende, en último término, todo lo que ya hemos hecho constar, sino que aporta a la empresa una eminente e implacable agresión corporativa desde muy variados frentes. He aquí el resultado de aquella secuencia de desenlaces, que ha venido a poner de relieve una genuina planificación: las instituciones naturales no pueden más que venirse abajo si colapsan sus cimientos, y, por ser la Santa Iglesia suma de todos los vínculos, es contra ella que se aboca la perversidad, ya no en detrimento de sus dogmas, sino procurando el desaparecer de la mismísima institución. Pues bien, aun cuando los conceptos de Nuevo Orden Mundial y de Tradición se encuentran hoy igualados en sus dimensiones, la Santa Iglesia Católica, por causa de la Communio sanctorum, y al ser consecuencia del eterno vinculum caritatis que es el Sacrificio siempre revitalizado, posee un componente trascendental del que carecen todos nuestros adversarios, quod æternitas est tota simul, non autem tempus (Summ. Theol. I P., q. X, art. 4, c). No podría ser, de este modo, hasta que se le otorgase un auténtico sentido de sobrenaturalidad a aquel orden insano, que llegara a producirse la anunciada venida del Anticristo, si es que existe relación entre estos hechos.
Ya fue comentado por Beato, al hilo de todo lo que hemos expuesto, que «en el Apocalipsis se confunden pasado, presente y futuro». San Julián de Toledo, en el tercer libro del Prognosticum futuri sæculi, siguiendo a San Agustín, nos advirtió de que el Juicio no tendría cabida en la dimensión que llamamos presente de manera coloquial, sino en un nuevo tiempo que entrañaría en sí mismo el fin. Pero aquello que los doctos han formulado, en lo que respecta a la idea de Anticristo y a las dimensiones temporales de la escatología, no concluye, ni mucho menos, en este punto. Si Santo Tomás había hablado de legibus y Pío XI nos instruyó en Quas primas a propósito de que la paz sólo se alcanzaría por cumplimiento de las leyes sagradas, ha de reconsiderarse, a la luz de Daniel 7, 25, todo lo que hasta ahora hemos comunicado, tanto en este texto como en los anteriores. Fue así que lo manifestó el profeta: quod possit mutare tempora et leges, esto es, que la Bestia tratará de modificar los tiempos y las leyes, según aludió también el de Liébana. Como suele convenir la mayoría de los autores católicos que han lidiado con este asunto, el encargo del Anticristo habrá de ser, a tal efecto, encubrirse bajo la piel de un falso Cordero, lo cual no evidencia sino que será su cometido el de revertir la Nueva Alianza; o, dicho con otras palabras, obrar el desenlace de todos los vínculos naturales que Jesucristo hizo nuevos en la Santa Cruz (ecce nova facio omnia, Ap. 21, 5). Ahora bien, por más que se pretenda desmantelar la Iglesia militante, lo cierto es que aquel pacto sobre el que fue instituida en este mundo, concretado en el Santísimo Cuerpo, no puede someterse a desenlace alguno, toda vez que Nuestro Señor es Dominus temporis, según celebraba Santo Tomás, y por ello artífice in æternum del enlace en cuestión. Pero toda esta algarabía es posible enunciarla con mayor brevedad y logro en un aforismo latino que nuestros lectores juristas seguro conocerán: prior in tempore, potior in iure, es decir, que de manera natural ha de prevalecer la ley de aquello que sea anterior en el tiempo. Si fuese de cualquier otro modo, la Resurrección de Cristo no podría asegurar la de nuestros humildes cuerpos, ni el pecado original hubiera tenido derecho sobre los hombres.
Pero lo que en el final haya de acontecer, en cualquier caso, es sólo conocimiento de Dios, y esto un vano ejercicio literario. El Papa León XIII recordó en la encíclica Miræ caritatis que la Sagrada Forma es el más efectivo arreglo para la desvinculación, toda vez que enlaza a los hijos de Dios como partícipes de la æternæ hereditatis (Heb. 9, 15). De esta manera misteriosa, en el Corpus no sólo se halla la Alianza, sino también el remedio de su propio quebranto. Aquella ha de ser nuestra más esclarecedora verdad en los tiempos de apostasía; portémosla en los corazones como una grave insignia, porque «poco durará la batalla y el fin es eterno» (Fundaciones 29, 33).
Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel (Córdoba)