El discurso de Putin

El presidente ruso Vladimir Putin pronunciando un discurso

Ciertamente la guerra en Ucrania es una cuestión que, aunque queramos, no se puede ignorar. Este diario ya ha dedicado varios artículos sobre diferentes aspectos de la misma, además de reflexiones anejas. Ahora pretendo traer a colación una observación relativa a uno de los últimos discursos de Vladimir Putin, dirigido a los jefes de las nuevas regiones (Donestk, Lugansk, Zaporozia y Jersón) entre los cuales hay los dirigentes de las fuerzas de ocupación y separatistas activos desde los sucesos del Euromaidán.

Para comenzar, el discurso presenta puntos acertados, pero también otros decepcionantes. Son cuestiones ya conocidas en la retórica del mandatario ruso, como el recordatorio de las represiones y de la consolidación de disidentes durante casi una década, verdadero período de inestabilidad semejante a un juego de tronos. También se encuentra en dicho discurso la apelación a un pasado anterior a la Unión Soviética con la mención a los generales zaristas que conquistaron las estepas de los tártaros —destacando el trinomio de Rumyantsev, Ushakov y Suvorov— y el asentamiento de población en las mismas, por orden de la zarina Catalina «La Grande» y de su ministro el conde Potemkin. Esta quizá fue la política más brillante en ese ámbito, considerando otras actuaciones más negativas en Asia central, como ya expuse en un artículo anterior. Tampoco faltó en el discurso de Putin un aparente reconocimiento de la inviabilidad del retorno de la Unión Soviética.

Otros retazos del discurso que considero acertados sólo en parte, se refieren al aprovechamiento atlantista de la debilidad rusa —ya visto antes durante los sucesos de 1917— o a la presión de ciertas élites occidentales con tintes no cristianos sobre su propias poblaciones, o a las guerras modernas causantes de desequilibrios geográficos. Esta parte del discurso comienza a torcerse,  primero, al alegar un supuesto colonialismo desde la «Edad Media», asumiendo que se refiere a la actuación de los cruzados del Ultramar con respecto a las minorías amenazadas por los seljúcidas frente al caos que el mundo mahometano sufría, o a una aparente ambigüedad de Putin respecto a los nativos en «América» (al utilizar ese término, de entrada, se podría suponer que habla de EE.UU. y Canadá, aunque solo diga «América») en su comentario de las políticas de saqueo hechas por británicos y franceses, muy conocidas desde hace años. En ese momento defiende el legado de lucha «anticolonial» ruso del siglo pasado, en el cual Putin explícitamente reivindica la empresa anticristiana y subversiva que los revolucionarios que usurpaban el Kremlin usaron para avivar las llamas en el orbe, de la cual la Hispanidad fue principal víctima. También se tuerce cuando explícitamente menciona el apoyo moral de otras religiones (igualándolas) frente a su versión cismática de la Cristiandad.

En este discurso se puede notar la faceta más postsoviética o «vatnik» del mandatario, una mentalidad que a pesar de sus coqueteos continuos con un pensamiento más «antileninista» suele fallar al mencionar hechos marcados en el imaginario popular, procedentes de la época del estalinismo o la guerra fría antes que otros episodios patrióticos propios del «Estado de Mil Años» que se jacta dirigir.

Según Putin, el centralismo zarista fue la salvación de la Rusia fundada bajo la moral ortodoxa. Sin embargo, cualquier persona que lea profundamente la historia rusa sabe que eso es falso, no por nada la cristiandad rusa, opacada obviamente por su estado cismático desde el Medioevo sufrió un duro golpe desde el cisma de 1666, que originaría a los viejos creyentes (con ciertos sectores volviendo a comunión con Roma), a lo que se añadieron las reformas filoluteranas de Pedro I —tan criticado por el gran autor ruso Solzhenitsyn— y la abolición de su patriarcado.

Ese filoluteranismo con falsas promesas de occidentalización causaría un debate interno entre la aristocracia rusa y su clero durante dos siglos, siendo dominado por una élite bélica de alemanes del Báltico durante su mejor momento, que primero fue acusada de quintacolumnista en la época tardía del XIX por los nacionalismos, para después volverse un nido de disidentes que acabó apoyando a los traidores mencheviques. En 1917 se consiguió la restauración del patriarcado. El clero se vendió por un plato de lentejas y acabó siendo perseguido y muchos de sus sacerdotes martirizados, para terminar, bajo el aparato estatal estalinista, como una iglesia satélite, ultrajada progresivamente por los sucesivos gobiernos.

Citando las palabras de nuestro Abanderado Don Sixto, Putin está «restaurando» Rusia; pero esa restauración nos resulta extremadamente lenta. Podemos comprobarlo tanto en su política hacia nosotros, apoyando aun subversivos de la izquierda dura o la izquierda más radical por un fin pragmático, como en un débil apoyo a ciertos grupos menos conocidos, pero de otro corte disidente, que posiblemente merecerán un artículo sobre los mismos en un futuro.

Considero que la mayoría de los rusos, ya sean dirigentes o simples habitantes sin responsabilidad, aún tienen los recuerdos de la educación brezhnevista, glorificando a Stalin. También está presente un eclecticismo, por ejemplo, en disidentes como Dugin (que también juega un papel preocupante en nuestro continente) o Limonov tal como se constata en sus discursos (en el caso de Limonov incluso hasta su muerte).

Mi reflexión final es ante todo un recordatorio de la neutralidad, una reiteración de ese mismo principio, pero invocando esta vez el discurso de Don Jaime III durante la Gran Guerra. El Estado ruso aún tiene problemas que superar, que siguen afectándonos en cierta medida. Esa retórica de los discursos de Putin, además de sus decisiones, nos recuerda la prudencia que tenemos que tener ante este juego de tronos.

Maximiliano Jacobo de la Cruz, Círculo Blas de Ostolaza