Antes de que Marina se llamase Marina, tuvo durante muchos años otro nombre que nuestros antepasados adaptaron, como buenamente supieron, a la fonética castellana. Pero después de recibir el Sacramento del Bautismo, se llamó Marina; Marina vivió y Marina murió y, si Dios en Su infinita Misericordia ha tenido a bien recibirla en Su Reino, en el Reino y ya por siempre se llamará, también, Marina, porque ése es precisamente el nombre que, con el agua que lavó en su límpida frente de bronce la negrura de su alma manchada por el pecado original, le abrió las puertas del Reino.
Así que no tiene ningún sentido que la llamemos por otro nombre. Aunque los ideólogos del Progreso, enemigos de todo lo Bello y lo Bueno se empeñen en lo contrario. Aunque nos llenen Madrid de marquesinas que anuncian un repulsivo espectáculo de variedades o revista picaresca, eso que ahora se llaman «musicales», con el nombre pagano de Marina. O de restaurantes de supuesta gastronomía mejicana que avientan, muy poco acogedoramente, su Venganza… Y digo mal, porque no es Marina, sino Doña Marina. Que no se le cae de la pluma el «doña» a quienes contaron su historia y, digo yo, por algo será.
Yo no voy a contar su historia, porque no la conozco lo bastante bien; porque ya se ha contado de mil maneras —aunque la mayoría de ellas, mediocres, cuando no pérfidas—; y porque, seguramente, cualquier lector la conozca de sobra. Al menos en sus líneas generales.
Yo quiero hablar de doña Marina por su función de símbolo. Porque estuve hace unos días, siguiendo el consejo de mis mayores en esta casa que es La Esperanza, visitando la exposición que alberga hasta el mes de Mayo próximo el Museo de América. Y porque allí comprobé, una vez más, que viene de lejos la fascinación del orbe todo por dos mujeres que, discreta pero determinantemente, contribuyen a entender de manera clara eso que fue la gesta de América y eso que acabó siendo. Dos mujeres que, la una tal vez a su pesar y la otra, tal vez como único recurso, acabaron cediendo buena parte de su realidad humana y vital al concepto y a la idea y que hoy son, más que dos historias, dos símbolos. Dos signos y, además, de contradicción. De la primera, de doña Marina, quisiera hoy decir una palabra. De la otra, de sor Juana Inés, se necesitan muchas palabras y mucho tiempo para poder decir una o dos que no desentonen.
Si, como dicen los que saben, las fuentes adivinatorias de los antiguos mexicas profetizaron largamente sobre la llegada de los españoles (en muchos y variados tonos), quizá también en un cierto sentido, nuestras propias fuentes nos vaticinaron a doña Marina. Porque fue una de tantas «mujeres fuertes» de las que nos habla la Sagrada Escritura; la que hizo a su hombre respetado entre los ancianos en las puertas de la ciudad.
Doña Marina tal vez no fuera la traidora que vendió al noble imperio mexica por un amor engañoso y fútil; porque quizá dona Marina, antes de ser Marina, fue a la que vendieron traidoramente a un fútil desamor y la que vio, en los extranjeros, antes la libertad y la dignidad que la pasión cegadora. Quizás hay un parentesco espiritual entre ella y Rahab, la meretriz de Jericó.
Quizá no fuera, tampoco, un dócil y manejable instrumento en las hábiles manos de los conquistadores ni la «lengua de Cortés»; porque tal vez tan inteligentemente se sirviese ella de los españoles como ellos de ella. Así, los pueblos que se aliaron con Cortés podrían no haber sobrevivido (en tanto pueblos con una autonomía y una organización específicas en el marco general de la Monarquía), de no haber sido por la providencial labor de doña Marina. Quizás tenga también lazos con Débora, quien por su autoridad y sabiduría «juzgó a Israel».
Puede, incluso, que el noble imperio mexica mereciese un providencial castigo a sus muchas iniquidades y que tal castigo, para más abundar en la humillación de los Hijos del Sol de Tenochtitlán, debiese de venirles por mano de una débil mujercilla (por usar, de manera puramente retórica, pero no histórica, un giro teresiano). No por venganza, sino por justicia. No por el afán de traer la muerte a la Ciudad de México, sino para dar la vida a Tlaxcala. A lo mejor, Betulia era Tlaxcala y Marina, Judith.
En fin, lo que resulta evidente es que doña Marina mereció pasar a la Historia con loores y elogios cuyos ecos riman con las alabanzas a la «mujer fuerte» con que culmina el libro de los Proverbios. El siempre ponderado Bernal Díaz del Castillo dice de ella que «tenía mucho ser» y yo, por mi parte, considero que puede haber pocos cumplidos más encantadores que ése en la literatura.
Doña Marina no temió pasar a la Historia como una aliada de los fascistas (o, peor aún, carlistas) españoles, ni como una impulsora del oscurantismo católico, ni como una colaboracionista en el genocidio de los aztecas. Porque todo eso son tonterías y una mujer fuerte lo sabe. Y doña Marina lo fue. Tal vez por eso los pintores que elaboraron las magníficas tablas que nos muestra estos días el Museo de América la vistieron con los ropajes más hermosos y resplandecientes.
Doña Marina resplandece con la luz del nácar pero, como es una mujer fuerte, sabe que, al final, al atardecer de la vida, no nos examinarán sobre la calidad y hermosura de nuestros ropajes. El ángel del Juicio no nos preguntará cuán bien lucimos la luz del nácar, sino cuánto contribuimos con nuestra vida a reflejar la infatigable luz de la cruz.
La mujer fuerte, sea esposa de conquistador, periodista, pintora o comisaria de exposiciones no debe tener miedo a los juicios atrevidos del vulgo: si Dios está con nosotros, ¿quién estará en nuestra contra?
Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas