Una de las medidas típicas postuladas por los economistas «ortodoxos» cada vez que repunta la inflación crónica de precios omnipresente en las economías modernas occidentales, consiste en recomendar al sistema bancario una subida del tipo de interés con el que se cargan los préstamos de las nuevas cantidades de dinero creadas para los productores de dichas economías. Medida un tanto extraña (¿y cuál no lo es en el «mundo feliz» del capitalismo tecnocrático?) si lo que se pretende es evitar el alza de los precios, dado que los productores, que están obligados a meter en el precio de sus bienes y servicios como mínimo todos sus costes si no quieren entrar en bancarrota, también tendrán que repercutir en el precio de sus productos ese aumento en el «precio» (o interés) del dinero que toman prestado del sistema bancario.
Esta subida del tipo de interés en el «mercado del dinero» ha influido también en otros mercados de valores, entre los cuales está el de la Deuda Pública, cuya subida de intereses en los nuevos títulos ofrecidos ha atraído últimamente la atención de muchos españoles de a pie, que han manifestado a este respecto el deseo de invertir sus ahorros en Letras del Tesoro del Estado «español» con la expectativa de recibir –al menos durante esta terrible coyuntura– una moderada pero segura renta dineraria, tal como reflejaban aquellas curiosas colas que se formaron ante la puerta del Banco «de España» en los pasados meses de enero y febrero. ¿Cómo traducir este comportamiento de la gente corriente si no es diciendo que se trata de un ligero indicio de aquella sana, coherente y normal aspiración de todo hombre –en el mero terreno de lo material– hacia su seguridad e independencia económicas?
Ya pudimos ver en nuestros artículos sobre «La independencia económica de la Iglesia española» que la recepción y propiedad de títulos de la Deuda Pública era el camino concreto que ella propugnaba –al menos en la época preconciliar– como ideal para recuperar la antigua autonomía social de que gozaba en el orden prerrevolucionario. No obstante, presentábamos también una pequeña crítica sobre la idoneidad de esa fórmula, que implicaba la continuidad de un sistema criminal y esclavista como es el de la «Deuda Nacional», institución inseparable e inherente del nuevo Estado revolucionario (devenido últimamente en Estado Servil) que venimos sufriendo hasta el día de hoy, el cual queda convertido en un feroz capataz recaudador de impuestos –mediante un nuevo «sistema tributario» no menos brutal– destinados al «servicio» de una Deuda perpetua habida en manos de un sistema bancario dueño y señor totalitario de toda la comunidad política.
Creemos, por el contrario, que la verdadera solución la condensó perfectamente el ingeniero-economista C. H. Douglas en una nota final que adjuntó al testimonio que prestó el 1 de mayo de 1930 ante el Comité de Finanza e Industria (más conocido como Comité MacMillan) creado por el Gobierno británico pocos días después del crack de octubre de 1929 precisamente con vistas a estudiar las causas de la crisis económica de aquel entonces y su correspondiente remedio. La nota rezaba así: «Los principios generales requeridos de cualquier sistema financiero suficientemente flexible para atender las condiciones que ahora existen y para continuar reflejando los hechos económicos a medida que estos hechos cambien bajo la influencia de un proceso mejorado y el uso incrementado de energía, son simples y pueden resumirse como sigue: (a) Que el dinero al contado [cash credits] de la población de cualquier país deberá en cualquier momento ser colectivamente igual a los colectivos precios al contado de los bienes de consumo a la venta en ese país (con independencia de los precios de coste de tales bienes), y tal dinero al contado [cash credits] deberá ser cancelado o depreciado solamente con la adquisición o depreciación de los bienes de consumo. (b) Que los créditos requeridos para financiar la producción deberán ser suministrados, no a partir de los ahorros, sino ser nuevos créditos relativos a nueva producción, y deberán ser retirados solamente en proporción de la depreciación general con respecto a la apreciación general. (c) Que la distribución de dinero al contado [cash credits] a los individuos deberá ser progresivamente menos dependiente del empleo. Es decir, que el dividendo deberá progresivamente desplazar al sueldo y salario, a medida que la capacidad productiva se incremente por hora-hombre». Y termina Douglas diciendo: «Es muy posible que la forma de organización que fácilmente se adaptaría para la encarnación de los precedentes principios sería la de una compañía limitada. “Gran Bretaña Limitada” […] podría formar una organización en la que los súbditos británicos naturales de nacimiento serían tenedores de bonos [rectius, de acciones]. Una elaboración de esta concepción permitiría que se realizara una transición sin conmoción y sin alteración alguna en la administración existente de la industria». Todo resumen es por naturaleza impreciso y está necesitado de aclaración. Cuando se recomienda la forma de «sociedad limitada» para una comunidad política, se habla en un sentido analógico para contraponerlo a su actual cruel realidad de «responsabilidad ilimitada» con respecto a la Deuda Nacional, la cual quedaría ipso facto sustituida por un Crédito Nacional compuesto de acciones generadoras de dividendos en manos de toda la población, y que relevarían a los actuales bonos de la Deuda, quedando más que compensados sus actuales tenedores (a excepción, claro está, de las acaparadoras macrocompañías financieras).
Félix M.ª Martín Antoniano
Deje el primer comentario