La destrucción del patrimonio familiar, consecuencia de la Revolución (I)

Casa familiar, objetivo de la Revolución. Commons

Por su interés para los lectores de La Esperanza, reproducimos a continuación la primera parte de un artículo aparecido en el número 148 de la revista francesa «Renaissance Catholique».

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Los días 29 y 30 de septiembre, ante la sede de la muy igualitaria Presidencia de la República, la casa Christie vendió recuerdos de la familia real francesa: unas reliquias de San Luis, objetos de la Torre del Temple y retratos de nuestras cabezas coronadas.

Lo que se había transmitido de generación en generación, fue enajenado y dispersado en esos días para dar satisfacción a los deseos de reparto, al mismo tiempo que el patrimonio de una dinastía −y, en este caso concreto, de un país− se transformaba en un objeto curioso para el coleccionista afortunado. Esta decisión de unos miembros de la familia Orleans no es, sin embargo, más que el reflejo del gran desmembramiento de las familias francesas, pues, desde las de los trabajadores hasta las de los ministros, durante los últimos dos siglos se han visto obligadas a liquidar sus residencias y sus enseres. Se trataba de edificios que habían albergado durante cientos de años el trabajo y el honor de los antepasados, cuya transmisión había implicado sacrificios para otros hijos y renuncias para los propios padres, y que finalmente fueron vendidas para transformarse en efímeras compensaciones monetarias contantes y sonantes, intentando llenar el abismo sin fondo de los impuestos de sucesiones y donaciones: más sacudidas de la Revolución Francesa, que no contenta con haber cortado las cabezas de señores y campesinos, se sigue complaciendo en despojar a aquellos de sus descendientes que aún conservan su honor.

Las sucesiones antes de 1789

Durante el Antiguo Régimen, en las tierras de derecho escrito y consuetudinario prevalecía una regla estable y de sentido común: el padre de familia tenía libertad de disponer de lo que había adquirido y de transmitirlo, sin que fuera obligado a dividir lo que él mismo había recibido. Este derecho quedaba iluminado por el servicio al bien común; el cuidado de mantener y perennizar un linaje, a pesar de las vicisitudes de la vida. La fe indicaba cuál era el mejor medio para mantener ese equilibrio: transmitir la casa familiar, ya se tratase de una choza, una granja, o un castillo, al primogénito. En ocasiones, el testador se tomaba libertad de designar a un hijo menor más equilibrado, pero también podía suceder que, en defecto de hijo, o por demérito de éste, prefiriese a una hija. Pero siempre lo hacía al servicio de algo que lo sobrepasaba−el linaje− y no se sentía propietario de aquello de lo que no era, en definitiva, más que un depositario. Su única misión consistía en perennizar, bien enriqueciéndolo, bien incrementándolo− el patrimonio de sus padres pues en su continuación él no era más que el eslabón de una larga cadena.

No vayamos a imaginar que tales disposiciones reducían a los varones menores y a las hijas a una esclavitud espantosa, porque los padres no estaban desprovistos de ternura por sus otros hijos. Las hijas recibían dote, en ocasiones calculada de forma generosa; los matrimonios se celebraban hábilmente, a menudo de una manera más equilibrada que hoy, y ello sin que por esa razón se sacrificara el amor entre los cónyuges, al contrario de las ideas que sobre ello se han recibido. La conservación de los terrenos familiares contaba con obligaciones que sus depositarios debían cumplir sistemáticamente: asignación de algunas tierras, garantizar el pago por servicios, tareas o estudios realizados por los demás hermanos y dar dote a sus hermanas; todo ello podía ahogar la capacidad de acción del primogénito. Esto mismo exponía en su testamento un miembro de la burguesía del siglo XVIII: «asegurando a mi menor descendiente los medios para conservar la casa paterna, ese precioso patrimonio de mis ancestros, quizá os parecerá que le he preferido más a él que a los demás; no os engañéis, él tiene muchas cargas ya estipuladas además de las imprevistas que ahora es imposible calcular, así que jamás vivirá tranquilo».

La sociedad cristiana de antaño era muy consciente de que la transmisión de propiedades, por modestas que éstas fueran, conservaba con vida, al hilo de los ciclos de la naturaleza la continuidad de generaciones ejemplares que se sucedían unas a otras a través del tiempo. Estaba tan preocupada por este ideal, que en la mayoría de las provincias el príncipe había concedido lo que se conocía como el «retracto de linaje», que era tan contrario a la mentalidad del derecho moderno. Ese derecho permitía a los primos del vendedor de una propiedad proveniente de antepasados comunes instar la anulación de una compraventa durante cierto número de años −el lapso temporal variaba según las costumbres− privando de ella a su adquirente, todo ello con el fin de evitar la dispersión del patrimonio de una dinastía, ya fuera ésta tanto de príncipes como de campesinos. 

(CONTINUARÁ)

Côme de Prévigny