El Juramento de los Reyes Católicos españoles

¿QUÉ PENSAR DE ESTE ACTO DE JURAMENTO? ¿ACASO ERA UN REQUISITO ESENCIAL Y OBLIGATORIO PARA QUE EL NUEVO REY FUERA RECONOCIDO COMO TAL POR LOS REINOS, COMO SUGERÍAN LOS CONSTITUCIONALISTAS TRADICIONALISTAS? NADA MÁS LEJOS

El Rey Fernando VI de Castilla. Reinó desde 1746 hasta su fallecimiento en 1759.

En diversos ensayos hemos querido confrontar las más propagadas falacias que, en torno a la verdadera confección o forma jurídico-política de la multisecular Monarquía española, surgieron a partir del mito del «restablecimiento de la tradición política perdida a causa de la desviación absolutista austracista-borbónica» preconizado, dentro del ilustrismo-liberalismo, por la vertiente del constitucionalismo tradicionalista que se desarrolló en los ambientes revolucionarios (con F. Martínez Marina a la cabeza) durante la decisiva encrucijada del reinado de Fernando VII (1808-1833); vertiente mucho más peligrosa, por su carácter tergiversador y confundidor, que la otra franca y abiertamente rupturista del constitucionalismo «natural»-racionalista. Uno de los elementos clave de esa visión deformadora que patrocina la línea tradicionalista, tiene por objetivo la institución de las Cortes y la naturaleza de sus funciones, entre las cuales se encuentra la del doble Juramento que se verificaba en las mismas: por un lado, el pleito homenaje rendido por los tres estamentos al Rey entrante o al Príncipe de Asturias heredero, y, por otro lado, la Jura por el Monarca de respetar y confirmar las Leyes y Fueros a las Ciudades y Villas. Es a este último Juramento al que nos gustaría dedicar unas pocas líneas, pues los tradicionalistas pretendían presentarlo como una «prueba» clara de la «soberanía nacional», dogma primordial del constitucionalismo.

Como bien resumía el carlista Fray Magín Ferrer refiriéndose a la Corona de Castilla (Leyes Fundamentales, Tomo II): «En los tiempos más remotos, el juramento que hacían los Reyes era únicamente, según se halla en el Fuero Juzgo [Leyes 2 y 4, Título 1, Libro I; y Ley 5, Título 1, Libro II] y en las Partidas [Ley 5, Título 15, Partida 2ª], de no partir, dividir o enajenar los bienes o estados de la Corona. Con el tiempo se añadió la cláusula, con variación accidental de palabras, de conservar a los pueblos sus fueros y libertades, sus franquezas, buenos usos y costumbres, etc.». Fue en la Jura que realizaron los Reyes Juana I y Felipe I de Castilla cuando se consagró una fórmula que, con alguna variación accesoria, se mantuvo en adelante en las sucesivas Cortes de dicha Corona. Merece apuntarse, a modo de anécdota, que, en esa fórmula, dentro de la alusión genérica a los ordenamientos comunes y forales objeto de la confirmación Real, se hacía una mención expresa a la Pragmática de Juan II de 5 de Mayo de 1442 (de la que ya nos ocupamos en el artículo «El nacionalismo es inescindible del constitucionalismo»). Que nosotros sepamos, prestaron el consabido Juramento, aparte de Dña. Juana y D. Felipe en las Cortes de Salamanca-Valladolid de 1506, el Rey Carlos I en las de Valladolid de 1518 (en donde se las tuvo con el Dr. Juan Zumel, Procurador por Burgos, quien se puso farruco en torno a la cuestión puramente ceremonial de quién debía jurar antes: los Procuradores al Rey, o el Rey las Leyes y Fueros); el Rey Felipe II en las Cortes de Toledo de 1560; Felipe III en las de Madrid de 1598-1601; y Felipe IV en las de la misma Ciudad de 1621. Tras la muerte de este último, ni la Regente Dña. Mariana de Austria ni el Rey Carlos II convocaron Cortes de Castilla, por lo que no se verificó acto de Juramento alguno. No obstante, este Monarca, en la Cláusula 13ª de su Testamento de 3 de Octubre de 1700, en donde declara a D. Felipe de Borbón como su heredero conforme a las Leyes reguladoras de la sucesión en la Monarquía Católica, ordenó que «todos mis súbditos y vasallos de todos mis reinos y señoríos […] le tengan y reconozcan por su Rey y Señor natural, y se le dé luego y sin la menor dilación la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos». Así lo efectuó Felipe V, tocante a la Corona de Castilla, en las Cortes de Madrid de 1701. Ni Luis I (por su prematura muerte), ni Fernando VI convocaron Cortes castellano-aragonesas. En cambio, Carlos III renovó el Juramento de su padre en las Cortes de Madrid de 1760; y Carlos IV, a su vez, en las de 1789 que se celebraron en la misma Ciudad. Fernando VII, por su parte, no llegó a convocar Cortes castellano-aragonesas (estando ya impedido, las que se juntaron en 1833 en Madrid para la Jura de los Procuradores a su hija Isabel fueron reunidas por su traidora esposa, la Gobernadora María Cristina).

¿Qué pensar de este acto de Juramento? ¿Acaso era un requisito esencial y obligatorio para que el nuevo Rey fuera reconocido como tal por los Reinos, como sugerían los constitucionalistas tradicionalistas? Nada más lejos. Los Reyes castellanos del período «medieval» no siempre llevaron a cabo ese Juramento, ni mucho menos. Ni siquiera era necesaria la convocatoria de Cortes por el nuevo Monarca a fin de ser acatado. Todas las Ciudades y Villas de la Monarquía hispánica tenían el deber de reconocerle de conformidad con la legalidad vigente concerniente a la sucesión de la Corona, y únicamente en virtud de esa misma legalidad, manifestándolo así con los majestuosos actos de proclamación que en sus Plazas Mayores se celebraban alzando el Pendón Real. Por lo demás, tampoco el pleito homenaje de los Procuradores tenía carácter constitutivo de la Potestad Real, sino meramente declarativo de la realidad jurídica de la titularidad ya obtenida por la Ley. La ceremonia del doble Juramento mutuo, lo único que hace es reforzar, de un modo solemne, unas obligaciones de derecho natural que ya existen antes de dicha reunión de Cortes: la obligación moral del Monarca, por un lado, de someterse, por fuerza directiva (nunca coactiva), a las Leyes otorgadas o sancionadas por sus antecesores, sin perjuicio, por lo tanto, de su eventual modificación conforme a las pautas de la justicia y el procomún que han de imperar en todas las acciones determinadas por su prudencia gubernativa o regnativa; y el deber moral y jurídico de los vasallos, por otro lado, de honrar y obedecer al Rey legítimo. Éste es el único «contrato» dispuesto bajo el contorno o configuración jurídico-política de la Monarquía hispánica, como señalamos en el artículo «¿Pacto constitucional o derecho natural de resistencia?». Y éste es el sentido tácito con el que asimismo han ido prestando su Juramento, a los plurales cuerpos jurídico-legales españoles, los legítimos Monarcas proscriptos durante nuestra época contemporánea revolucionaria. Aunque en nuestro recorrido histórico nos hemos centrado solamente en las Cortes de la Corona de Castilla, todo lo que hemos aducido se evidencia esencialmente también en las otras tres Coronas españolas de Aragón, Portugal y Navarra.

Finalmente, habiéndose afirmado en otras ocasiones la licitud moral de la desobediencia y resistencia fáctica en caso de un Monarca legítimo que actuara contra el derecho divino natural y positivo, cabría preguntarse si esa misma reacción sería igualmente lícita en caso de abusos en su actuación ejecutiva contra los preceptos de mero derecho humano (común o foral) civil que rigen en sus Reinos. Los tratadistas escolásticos (sobre todo los de la Segunda Escolástica) tocaron este tema y ofrecieron distintas respuestas, aunque creemos que la línea dominante tiende esta vez hacia una respuesta negativa, sin que ello obste, por supuesto, el poder recurrir a los distintos cauces jurídico-institucionales para hacer llegar al Monarca las debidas quejas o exposiciones de contrafuero, en conformidad con el espíritu del enunciado «se obedece, pero no se cumple» previsto en la propia legalidad regia. Materia aparte, dentro de este asunto, sería la cuestión de las llamadas «Leyes Fundamentales», expresión problemática que, con el tiempo, se iría introduciendo en el vocabulario jurisprudencial español desde su acuñación por los publicistas hugonotes (calvinistas franceses) en medio del trasfondo de las «Guerras de Religión» que asolaron Francia en la segunda mitad del siglo XVI, y sobre lo que ya comentamos algo, para una recta intelección, en el trabajo «La tergiversación revolucionaria del término “Ley Fundamental”».     

Félix M.ª Martín Antoniano  

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